Día de los inocentes

Author: Javier F. Noya /

El tiempo circula descuidado
retornando a su partida
mientras la inocencia aguarda
-otra vez-
su carne hendida por la verdad.

Habrá festejos cargados de ironías
y las tarimas,
lúbricas de caridad,
elogiarán las carencias:
amores idos en noches furtivas,
vestidos perdidos en mesas de saldos,
pasos huyendo de sus propias huellas;
la sobra reciclada en juguete y fiesta
que la donación entrega
con misionera compasión.

Te llamarán digno y redento,
serás afiche de la conciencia,
te harán decente a plazo fijo
e inocente por portar pobreza.

Durará la eficacia del hechizo
hasta que tu boca
esboce alguna queja:
la magia de tus palabras
es magia negra
y cuando lleguen al estrado
serás sólo margen
lascivia
ignorancia
escoria
mal amante
mal amigo
mal obrero
mal escritor
mal periodista
¡mala persona!

Hijo del diablo
y de las putas,
fermento del vicio
y del robo,
impaciencia desdeñosa
de tu seguro paraíso
cuya llave se guarda
en la silente gratitud
de vivir en la miseria.

Cuando arribemos
a la estación
de los días ordinarios
el dorso de tus manos
será la culpable
de sus obscenas resacas.

Entonces
la cárcel del olvido
será el paraíso
que te guarde
hasta que el tiempo,
siempre descuidado,
se detenga en el día
en que la inocencia reciba
su próxima estocada.

Barricada

Author: Javier F. Noya /

Barricada!!
Clama la furia de estopa,
Londres abre sus piernas,
Roma derrama vergüenzas,
Córdoba recibe sus piedras.

Barricada!!
Brota fermentada la queja
Y demuestra en Soldati
que el palo y el alambre
son enemigos de verdades nuevas.

Barricada!!
El silencio pretende su dominio
guarecido con casco y escudo;
las sirenas conjuran hechizos
contra el ardor de la dignidad revuelta.

Barricada!!
Los pasos avanzan juntos,
cortan calles y cadenas:
el esclavo se ve libre
cuando, a su paso, reprimir ordenan

Barricada!!
Maestra dilecta de estudiantes,
madre que cobija a los sin tierra,
feroz animal que desnuda
a los tratantes de las miserias.

Barricada!!
Idioma del Hombre libre
y enemigo del que reina.
No hay dios que la respete
y la ley, con gozo, la condena.

Barricada!!
Blasón de trapo
y honor sin vergüenza
La dignidad, de su lado, es de todos
y el dinero, espantado, no se adueña.

Barricada!!
En su frontera improvisada
se combate a la apatía
y los gases, al aventarla,
dicen que el miedo, allí, no gobierna.

JPG

Author: Javier F. Noya /

Tu reflejo,
entonces,
me tocó alguna vez.

Ojos que ven
lo ya ocurrido:
fermentos de idea,
gracia espiada,
memoria de sabor frío.

Archivos destinados
a reproducir reflejos
de equidistantes lejanías,
desmesuras de la medida convenida,
el artificio de lo vivido.

Tu danza
tu sonrisa
tu mirar
tu decir
tu alejarte
es archipiélago de continente perdido
que tiene exactos minutos para ser visto...
se escurre como arena.

Y distraído
por la fragua sarcástica
de los días
sólo conservé
este consuelo de vidrio
que sirve con destreza
la cena ácida
de tu piel sin textura.

Brisas precoces

Author: Javier F. Noya /

Precoces brisas veraniegas derrotan las cortinas y, a su paso, nos arrastran hacia su impostura: una fe sostenida en necesaria desnudez que abre su liturgia y pretende convencernos de que arriba para apoderarse de todas las noches sucesivas. Simulamos adherir a su pretensa permanencia y dejamos que el tiempo contenido en el luego se evapore al contacto con las brasas que arrastra el aire; será a partir de ese momento una medida de la nada y de la eternidad, absurda e innecesaria. Entretanto, el tacto nos regala la visión más completa de nuestra piel y sus torsiones, nuestro sabor más íntimo se intercambia con el aroma de azares florecidos en una lejanía imperceptible, que inunda el ambiente y nos permite equilibrar las densidades en las que nos entremezclamos, flotando en el aire y sus vientos tibios mientras nuestro sexo puja para avanzar hacia su perfecta iluminación; crecerá rodeado del rojo que abrigará nuestro sueño colmado por la plácida ilusión con la que pretendió afincarse una noche tórrida de primavera, se mojará en la humedad del fervor, se acariciará en la suavidad de nuestras ligaduras, seguirá el ritmo de la percusión agitada por el instinto encendido; bailará con la danza que se crea en el instante y que aborda el próximo paso con la sabia soltura de la naturaleza; yacerá exhausto, consumido a ciegas por todas las formas en que nos derramaremos. Nacerá la pasión, hija dilecta de la perfecta oscuridad, y seremos su alimento secreto.

Estados suspendidos (disculpen las ausencias ocasionadas por este secuestro)

Author: Javier F. Noya /

Me secuestra la fiebre

y confinándome a la cama

cocina mi conciencia:

fuego lento de brasa perversa

y salazón de sudor inevitable,

la sintaxis arde y se derrama:

las sábanas, a su paso,

van perdiendo su lascivia.


Este espacio de dolor

ha vencido todos los pudores

que definen al volumen.


Nos ha dejado suspendidos en nada

(no hay tiempo

ni día

ni noche

ni escena

ni ingesta

ni sonidos)

y fuera, fuera queda

(el FUERA-DESEO

FUERA-FUERZA-ROGACIÓN

FUERA-EMPUJE)

la alquimia de la poesía,

la semántica curativa,

bálsamo quijotesco eficaz

que nos fugue

de esta gesta microscópica

de universo

intentando conservarse

y nos traiga de regreso,

sí,

(SÍ-CONVICCIÓN

SÍ-DESESPERADA-CREENCIA)

a todos los yo,

con sus comas

y sus deseos,

sin cicatrices,

si es posible.

Vasos comunicantes (parte II)

Author: Javier F. Noya /

(Recomendable leer la primer parte)

La enfermera terminó su labor, desató la toalla, la reposó sobre su antebrazo y mientras languidecía la luz de la tarde se despidió de don Jaime, regresando por el camino que saboreaba con las puntas de los zapatos desplazando ese crujiente mar ocre. Se acercaba el momento de dejar la bandeja con las pocas pelusas del pelo de don Jaime en la zona de limpieza, terminar de asear a doña Rita y cargar los remedios con los que podría soportar la espera de volver al geriátrico la próxima mañana, retornar para calzarse el delantal y ser la enfermera, la que corta el pelo, limpia y susurra cosas tiernas; ser Nora, el nombre bordado en el delantal que la cubría mientras iba de un lado al otro saludando y siendo saludada, recibiendo órdenes y repartiendo su obediencia en cada tarea que desplegaba diariamente antes de llegar al Hotel Key, familiar, de tres pisos por escalera y siete piezas por piso, donde cada habitante se encerraba al anochecer mirando suspicazmente alrededor antes de abrir la puerta, en previsión de que alguna necesidad, maldad o simple diversión de alguno de sus vecinos le inflingiera algún daño. En el hotel no era Nora, sino sólo una pensionista de la habitación del segundo piso, al frente, donde las cuatro paredes la tragaban y la dejaban dentro, un secuestro disimulado con el encendido de un televisor donde se sucedían los noticieros, lo que exhibían grotescamente las estrellas de la farándula o lo que alguna película desgranaba de una trama intrascendente. Lo importante era ese estridente rumos que la mecía como un arrullo maternal hasta que las pastillas hacían efecto y la suspendían, esperando el próximo tronar del despertador para volver a ser Nora.
Entró a la habitación de Rita con la esponja húmeda y el pañal descartable. La anciana estaba en la misma posición que ayer, que antesdeayer y que hace dos semanas. Ya no le contaba lo bien que lo había pasado la noche anterior en su fiesta de quince años, con su vestido de organza blanca y falda amplísima girando como un halo de felicidad mientras bailaba el vals, que la protegería de cualquier contingencia durante toda su vida, lo rico que estaban los canapés y el champán que probó en ese momento por primera vez y las cosquillas que las burbujitas le hicieron en la nariz, lo esbelta que se sentía con esos zapatos de taco alto, porque ya podría usar tacos de mujer, lo feliz que se sentían todos bailando y comiendo cosas tan ricas, lo lindos que estaban mamá y papá y su hermano menor, siempre tan travieso, corriendo a través de las mesas; Nora sabía que el silencio actual le estaba pidiendo volver a la fiesta, que Rita hecha un ovillo, apoyada de costado, silenciosa, mirando a la pared de enfrente, añoraba esa fiesta más que a nada que hubiera vivido y que sería bueno para todas, especialmente para su hija que venía todas las tardes a sentarse en la silla apostada a los pies de la cama, acunando la cartera en las piernas y perdiéndose en el resplandor que se traslucía por la ventana de vidrios opacos hasta que de cada ojo le brotaba una lágrima que se escurría por sus mejillas; ése era el momento de sacar un pañuelo de papel, secárselas y retirarse tan en silencio como había llegado. Rita le pedía ahora, hecha un ovillo, tiesa, que la transformara en la crisálida que luego sería esa joven que viviera siempre en su fiesta de quince, que sólo ella podría ser su hada madrina pues la cuidaba, la mimaba, era muy suave limpiándola y siempre venía vestida de blanco como las hadas madrinas de los cuentos que hacían con su magia buena aquellos milagros increíbles que salvaban a los príncipes y princesas de todo peligro. Nora-hada, Nora-reina de los sueños, Nora sin varita pero con tres pastillas en la mano, preguntándole a Rita si ése era su deseo puesto que concedido no había forma de volver atrás. Nora-magnánima concediéndolo al no recibir respuesta y “el que calla otorga”, incorporando a Rita para poner los comprimidos en su boca y darle un poco de agua, acariciándola luego y preguntándole si se sentía bien, satisfecha, hasta que las luces de neón del parque comenzaron a distinguirse, anunciando que llegaba la hora de marcharse. Sintió su gratitud cuando Rita dejó de mirar la pared de enfrente, cerrando los ojos, y la satisfacción de poder decirle mañana a don Jaime lo bien que se había portado.

Tocar el día

Author: Javier F. Noya /

Hay que estar loca. Pensar en decirte mientras la placa trasvasada por la luz focal de un consultorio arremete contra tu deriva y te encandila; desear decirte con los tacos gastados y los boletos de colectivos usados en la semana que ya no importa gritar furiosas en la sala de espera cuando te tiendo la mano que retira tu echarte sobre la fatalidad, la fatalidad igualitaria sentenciada desde antes de ser un plasma destinado a seguir su progresión geométrica, hasta ser por un momento esto que soy y que te abraza y que te juega en el terreno de las palabras que acosan tus razones para desvivir y sin embargo te hace sufrir esa imposibilidad de no poder desperdiciarla más; aquí te dice, a la sombra de esa estrella, estrellita que brilla en la inmensidad del consultorio oscurecido para dar ocasión al discurso académico que justifica la correlación exacta entre la imagen y la definición de algún “noma”, brillito de cielo que pone en juego que tu pecho sea la próxima guerra contra la patología en lugar del regazo que derrame la leche y la ternura de catapultar una mirada que abarque el universo en ese instante de ojitos creciendo a la sombra de tu pezón, aquí te ordena con fervor de venganza al tiempo presuroso que te invade con la indiferencia del curso de las cosas, te digo, te or-de-no con el absolutamente incapacitado deseo de que entiendas, como la imposición que sólo un déspota o un sacerdote que cree firmemente ser la reencarnación de su propia divinidad: ¡toca el día! ¡Toca el día! ¡Toca el día! Nada cambia tu pasado lanzado a la incertidumbre, serás una hora relativa, siempre. ¡TOCA EL DÍA!

Seis y media

Author: Javier F. Noya /

Se resecan las sombras,

la media luz del amanecer

exhibe su suficiencia.


¿Qué día será el próximo?

¿Qué rémora urde

en tramas de oscuridades vencidas

el telón que velará al mañana?


Las cenizas,

polvo que a la brisa da esperanzas de cuerpo,

no se esparcen.


La herrumbre de la experiencia

obliga a abrir los ojos,

a pisar el sustrato cobrizo

que pinta tan bien el horizonte

y a caminar.


Veremos aquello que nos amarra al espejo

(esos ojos marrones,

la boca apenas dibujada

que desaparece cuando el reflejo

se interesa por el aliento

que lo empaña)

aun antes

de que el despotismo del reloj

reclame su imperio con estridencia:

algún fantasma espantó al sueño.


Seis y media,

tiempo de ábaco efímero,

microformas de mundo,

una media, una parte,

concepto de pan cortado

y puesto a tostar,

de ciclo que se reinicia

revolviendo café quemado

y se olvida,

al cerrar presuroso la puerta,

que era de nuevo

el futuro de ayer.

Cuestionario

Author: Javier F. Noya /

¿Por qué la noche?

El día

es una cita obligada

con la necesidad.


¿Por qué tu cuerpo?

Un retazo de mí

-no sé cómo-

se mantuvo a salvo.


¿Por qué la poesía?

Mi resto enfermo

-de vez en cuando-

recuerda brindar.


¿Por qué la vida?

Dudo que sea elección,

tal vez por erección;

quizá por tozudez.

Por el día de la convivencia (iniciativa bloguera para el 8 de octubre)

Author: Javier F. Noya /

Las manos que se toman

los labios que se besan

el orgasmo

el sudor

el dolor

el parto

la salud

la enfermedad

la defunción

no distinguen.

No distingue

la córnea

el corazón

el pulmón

el hígado

el riñón

el trasplante.

Los testimonios del pasado

grabados en las cuevas

no distinguen.

No distinguen

los escombros

los hormigones fraguando

los asfaltos desplegados

los semáforos

los carteles

las cúpulas

el empedrado

las rayas blancas.

La tierra yerma o labrada

la semilla que allí cae

la planta sesgada

la bestia que pasta

el predador que se alimenta

no distinguen.

No distinguen

el hielo

el agua

el vapor

la nube

la lluvia

el hielo.

El mar

refrescando bañistas

devolviendo lo perdido

cobijando naufragios

no distingue.

No distinguen

el solsticio

el equinoccio

el cenit

el crepúsculo.

El sol

la luna

los planetas

las galaxias

las partículas

lo ínfimo

lo infinito

no distinguen.

No distinguen

los colores

las telas

los vidrios

los cartones

los crayones

los lápices

las tintas

los grabados

las impresoras

las grabadoras

los reproductores

las teclas

los monitores.

El huracán

el tifón

el monzón

el volcán

la lava hirviente

el terremoto

el maremoto

no distinguen.

Entonces

me

les

pregunto:

¿Cómo obedecer la ley

que por miedo

te señala,

por mezquindad

te traza fronteras,

por locura

te pega armas

en las manos,

por odio fabricado

te enceguece

para que temas también

lo que

en realidad

no te distingue?

Canción de amor para una sola respuesta

Author: Javier F. Noya /


¿Te alcanzará

mi metáfora tan percudida,

mi verbo jugando en cornisas

y mi copa a medio llenar?


¿ Te alcanzarán

velas encendidas para admirarte

y que se soplen para navegarte

esquivando tu falso pudor?


¿Te alcanzarán

mis bolsillos de orgullo vacío,

mi sendero de pasos perdidos,

mi sonido aspirante a canción?


¿Te alcanzará

mi master ganada en retretes,

mi cálculo que entre corchetes

nunca se llega a formular?


¿Te alcanzará

que le pida a tu mirada anclada

que me observa en las mañanas

un abrazo que me dé calor?


¿Te alcanzará

que nunca te regale una flor,

una mesa de manjar soñador,

que sonría al verte llegar?


Sólo pregunto

por si acaso

(no es que quiera)

deba ponerme a olvidar.

Los acostumbrados

Author: Javier F. Noya /

Ya son
un contorno,
una buena salud declamada
que sobra del paisaje
delineado por recuerdos
que perdieron su firmeza.

Se posan en carne viva
sobre las asperezas de la costumbre
y derramándose
llevan la mirada
hasta la línea de un horizonte
que sus manos dejaron huir
por temor a sufrir
la ausencia noches
que se olviden de olvidar
la pasión fingida.


Pulsiones que son
un antes que nada,
un aletear en vacíos
de cópula desgastada
que se esfuman
con la fibra falaz de ese envoltorio
de promesas fugaces
que colorea la incertidumbre
de abrir los ojos.

Música que se hizo ruido,
ritmo que ya no marca la ansiedad,
palabra que revoca
los contornos construidos
por el gusto aletargado
que reitera lo ya dicho
y se esconde
en las grillas de horarios
donde la voluntad
asesinó su impulso.
La complacencia
la sostiene, impune.

El final ronda sigiloso
pero no se dirige
hacia su destino
por temor a sí mismo.

Superfísica del metamercado

Author: Javier F. Noya /

Previendo que el próximo universo tendrá semejanza con el actual, tengo la certeza de que no vale la pena dejar de esperar determinados cambios; demoler redundancias sin compasión sería una verdadera estupidez (“alcanzame los rollos de cocina que no llego”). Me postro por mi mendrugo diariamente y no dejo lugar al heroísmo, que siempre se reconoce luego de haber muerto, es decir, de haber dejado de existir con la vaga esperanza de volver cuando el próximo universo se inaugure y sospechando que será casi lo mismo (“las latas de arvejas volvieron a aumentar”). Con tiempo suficiente, con una medida servida con un cuentagotas microscópico que agrandamos desde esta temporal pequeñez a la cual le damos el sentido a la vida, pienso decirte sin ningún tipo de tapujo que si se comen las sobras o el banquete se irán todos igual a la misma fosa y que sorbiendo el cóctel de las cinco estrellas o el mate cocido con yerba de ayer se conocerá igual el dolor de panza y la extremaunción, para regocijo de los abundantes pregoneros de la vida futura que te venden por un diezmo más que simples vaguedades, una mitologías con ilustraciones y todo, un consuelo en tus últimos minutos en la medida de que seas conciente de ello (“¿llevamos el Cinzano o el Gancia? ¿Ya pusiste los protectores diarios?”). En fin, quería decirte que no voy a esperar a que en próximas vidas se encuentren nuestras almas y nuestras miserias, ni tampoco dejar de lado esos vicios que tanto te preocupan, puesto que nada más queda para aproximarse a la eternidad que dejarse llevar por cualquier vocación que le otorgue una dirección al deambular diario de nuestras voluntades, percudidas por imaginarios que se acumulan a la lista del supermercado que cada día es más larga y que hace que este carro ya no tenga resistencia y deba empujar como un esclavo hasta la caja donde una fila de inútiles voluntades están esperando que todo pase por el lector del código de barras y se compensen con lo que queda de ahorros en una cuenta hecha plástico magnetizado, que es una pura preocupación de cada semana y cada vencimiento, siempre en la espera del próximo universo que nos hará más felices cuando podamos pensar en ello, para compensar esta vida de perros que no aúllan y ni siquiera tienen celo, sino que deben cuidar de aquello que pueden perder o de lo que pueden, algún día, obtener, especialmente con las promociones de dos por uno de jabones en polvo que son el único polvo que nos motiva echar aunque más no sea en la batea del lavarropas, con suavizante y quitamanchas que garantizan que todo esté muy limpio para que no se manchen las demás ofertas de cien centímetros cúbicos más y media docena de regalo, a la espera de que la constelación de carritos llegue hasta la caja para seguir camino hasta las alacenas que ponen a prueba la elasticidad de nuestras cinturas y me dejan sin ganas de esperar la noche para ver el documental sobre las nuevas galaxias, que no son más que otras ruedas de colores que nos dicen viajan por el universo, este universo, donde un pedazo de partículas intangibles me sugiere que me vaya a la mismísima mierda para no cargar más con las últimas botellas de plástico reciclado de agua saborizada con gusto a lo mismo, para estar bien tranquilos de que todo lo que puede tenerse se tiene a un precio de oferta y en tiempo real en un planeta de virtuosismos promocionales hechos paquetes de cosas que nos harán felices. Y encima si exhalo el aire, bufando, me mirás con cara de qué poca paciencia tengo y qué poco me importa compartir la vida de pareja, palabra a la cual bien le cambiaría el orden de las consonantes (*) para dejarte a la vista una serie de perversiones que te espantarían de sólo imaginarlas y que ahora me consuelan, aquí en esta galaxia de luz fluorescente y góndolas del piso al techo, junto con la idea imperiosa de que deben existir mundos paralelos, quintas y sextas dimensiones, paraísos con sus vecinos infiernos poco diferentes entre sí; porque si no es así estamos a merced de una eternidad de pura mierda que sólo puedo tolerar imaginando aquellas orgías que me hacen sonreír y te motivan a tomarme del brazo, elogiando lo bien que compartimos nuestra vida de pareja y lo buen compañero que soy, lo cual escucho al volver a la realidad luego de un breve zamarreo que me saca de una felatio de antología, carajo, para preguntarme a mí mismo si traje la tarjeta de crédito y para que me conteste que sí, que menos mal, que merezco un beso por todo eso.


(*) Pareja, cambiando las consonantes, formaría la palabra “pajera”, que significa, en el léxico argentino, puñetera, mujer que se masturba, etc. (n. del a.)

De a diez palabras (¿primeros salmos ácratas?)

Author: Javier F. Noya /

Anoche

sepulté el cementerio

de dios.

Nunca más

bendecirá armas.



Esta,

nuestra mañana,

despertó fatigada.

¡Aleluya!

No almorzará

mi libertad.



Hoy

El salario

no encadenará

ni su falta

nos condenará.



La tarde

festejará el amor:

de los púlpitos

sangrará envidia.



Desperté luego

creyendo, exultante,

que había llegado

nuestro primer día.

Durante esta lluvia

Author: Javier F. Noya /

(Porque a mí la lluvia me inspira)
Durante esta lluvia
nada se encarcela
al rigor de la rima
ni al molde de la métrica.


Gratitud de un curso esquivo,
soy fiel escriba
de lo que susurraban,
al pasar,
tus caderas generosas.

Serpentean razones,
dibujan espirales
que respiran vapores
emanados por un fuego
roedor de la pudicia
y entre volutas de sinrazón soy,
por tu vaivén,
una frase que lo destila.

Se esfumaron entonces
las rutinas oscuras
que se sirvieron en la mesa
tendida por el tedio.
La indigesta resignación
perdió el lazo de mi cuello
y fermento, agitado,
lo que te colmará
lloviéndome de cuerpo entero.

VASOS COMUNICANTES

Author: Javier F. Noya /

Ese olor de hojas secas, imperdonable, fustigó su ánimo hasta que estalló en un “¡vagos de mierda! ¡no se ponen ni a barrer!”. Refunfuñó un poco más, mascullando alguna maldición contra los enfermeros de la noche, las enfermeras del día, el director del geriátrico y, ya que tenía tiempo, el gobierno de turno, el inmediato anterior, el de principio de siglo y el de la Revolución de Mayo. “Tengo que cortarle el pelo y esa barba, don Jaime, ya están muy largos”, le había prevenido la enfermera de la tarde el día anterior y ahora, desparramando las hojas ocres con las puntas de sus zapatos como un barco corta el agua a su paso, venía hacia él, fuente en mano. “Por qué no me corta las pelotas y se acabó”, pensó el anciano, mientras concentraba su mirada en la punta del bastón que reposaba entre sus piernas. La enfermera apenas lo saludó, y con una ternura mecánica, profesional, desplegó una toalla delante para atarla en su espalda, disponiéndose a cumplir su promesa laboral. “Si hubiera sabido lo que me esperaba”, pensaba el viejo, “me hubiera contagiado alguna venérea en los puteros de Pichincha ¡carajo!...Hubiera sido inútil, me hubieran encajado un par de pichicatas y a joderse y vivir de nuevo”, para resignarse ante el tacto de la enfermera que, con su delicadeza estudiada, calzó en una mano la tijera y en la otra blandió un peine con el que acariciaba las puntas de los cabellos y se preguntaba retóricamente si estaba allí ese remolón o dónde estaba esa cabeza hecha un hervidero de mal humor y recuerdos, con las palabras condenadas a apelmazarse en la boca antes de que salieran, para dejar pasar como en un juego de “martín pescador” unos quejidos murmurados que nunca llegaban a ser el ruido estrepitoso de un hombre resistiendo hasta la obcecación para mantener una dignidad perdida de antemano. El poco pelo cortado bailoteó en el aire hasta que fue a parar donde las hojas acolchonaban los pasos, aumentando las quejas del hombre que seguía exigiendo que limpien toda esa hojarasca, porque no sabían quién era y ya iban a ver cuando él hiciera esas llamadas que le prohibían hacer desde aquí por orden de un impertinente e imberbe medicaducho, que podría ser su nieto aun en pañales, y que no quedaría nadie en pie en este hospicio maldito al que se le agregan ahora sus propias maldiciones, una cárcel disfrazada de lugar de reposo en la que no brilla el sol y que lo dejan siempre ahí, sentado en una silla con ruedas, atado y rodeado de esa charca de hojas secas que nadie limpia, y que vienen a cortarle el pelo, todos los días vienen a cortarle el pelo como si le creciera eternamente, él que elegía su peluquero de la lista de los más selectos de la capital, él que era un hombre hacendado e influyente que los borraría a todos de un plumazo con sólo hacer una llamada que le niegan y le niegan, como el levantarse de esa silla con ruedas entre los árboles desnudos y grises, tal como los había visto antes de que le ajustaran la cabeza para que quedase mirando sólo la punta del bastón como si fuera un símil de Prometeo, condenado a quedarse eternamente quieto, una estatua de un viejo en pijamas en un parque, sentado en una silla con su bastón inmóvil entre las piernas, pensativo y detenido, él que era tan influyente, tan importante y ya verían, ya volvería a moverse y todos tendrían que persignarse y rogar por su suerte, ya se lamentarían cuando se pudiera volver a mover, lo que deseaba que ocurriera luego de escuchar las confesiones de la enfermera que con voz suave y al ritmo lento de un corte de pelo que le servía como excusa para quedarse allí, detrás de él, revelaba todo aquello que nadie habría de escucharle justamente a quien no podía emitir palabra.

Homenaje (con dolor)

Author: Javier F. Noya /

CERATI


El cuerpo hecho alambres,
viviendo como si fuera vicio,
indefinidamente.

Tu voz niega la muerte
y repta por la anchura de tu frente
la marca de lo que te aplastará.


Aunque trates de huir
refugiado en otras caras
en otras voces que te admiran
la pira ritual
te aferra
y el filo del sacrificio se hunde
en la piel de tu talento.
Se obtiene paz
de aquello que se desangra.


Volcaste la vida
sin saltar su derrumbe
y los símbolos te pudren
para sacar de tus despojos
los últimos fluidos
que los alimentan.

Son insectos
los que se nutren,
reptan y te ahorcan
suben y carcomen tus ojos
y la indeferencia del feligrés
oculta con los alaridos
los lamentos de tu alma.

Hay más dolor
en lo que te queda
que en la muerte.

Prosas poéticas (con destino preciso)

Author: Javier F. Noya /

Escribo con nuevo trazo. Lo expreso como una novedad que se esparce por mis venas, un nutriente que esparce hacia el aire las cavilaciones profundas que danzaban tristemente bajo el reflejo gris de la respiración rítmica y rutinaria, forzándome al siniestro equilibrio de mi paso por el hilo delgado que separa a la vida de la muerte.

Este trazo es fino, audaz, elegante y discreto. Tiene la semblanza de la naturalidad, el garbo de la espontaneidad y las menciones tácitas del bienestar. Se desliza como corriente sin dique, como brisa en la llanura, como el saludo dirigido a alguien querido. El fulgurar de tempestuosos adioses no es más un paisaje inexorable, ni tampoco el irritante dolor del sentimiento herido.

Una mano que desliza los calores del amor dejó en mi resguardo que este trazo fuera su grafía. Me lo regaló porque sí, tal como se dan las cosas más trascendentes. Haré honor a este delinear palabras con la primer mención, como un inicio sustancial, el basamento sobre el que se edificará la morada de la esperanza, de que tus ojos sean mi reposo tibio cuando mi pulso se canse, tu abrazo la cobija más suave cuando me hagan tiritar las zozobras y tu boca sea el aliento de mi felicidad.

Sí, este trazo se suelta del detalle suspicaz, y se apoya en la ofrenda diaria del amor. Este trazo es una enseñanza que se aprende a medida que se prosigue. Es una bella continuidad, un absurdo que se ríe y un poema que se escribe para el próximo abrazo, la mejor de las letras que conjugan el amor, el verbo y la vivencia.

Hoy te dedico este trazo, pues me diste la herramienta para que pudiera deslizarlo. Es la belleza de esta gratitud sencilla la que me motiva a recorrerlo con avidez, esperando la mayor de las inspiraciones: hacerte feliz.

Te amo sin dilaciones, y la pasión que me arrima tu presencia es una hoguera que ruego nunca se apague. Dejo que fluya este obsequio para que seas en esta ausencia temporaria la musa, la ninfa, la metáfora, el sueño.

Menos uno

Author: Javier F. Noya /

Uno es la vida
que comienza a crearse en síntesis.
Uno es cosa y palabra
que se buscan y se pierden en peros;
entonces,
más que esperanza
ruegan por tiempo.

Uno se cuece
en caldos bebidos sin gusto
y digeridos sin ansiedad;
en esa rutina
se define lo primero.

Aunque las ansias se recalientan
los hijos venidos
se alimentarán con idénticas mentiras...
Las verdades parecen pobres
siendo sólo uno.

Los héroes
y los déspotas
jamás suman de a uno.

El presente acusa
y el sueño es el fugitivo.
Entonces se mira
a medio vivir
y todo cuanto pueda decirse
se pronuncia
en el idioma de los otros.

No creo en las palabras

Author: Javier F. Noya /

No creo en las palabras.

Se disfrazan,

caminan flanqueadas

por falanges de interjecciones,

se detienen en todos los atrios

y reverencian cualquier mayúscula.

Abrazan con la ironía

y ahuman con metáforas previstas,

abandonándonos en las puertas

de los laberintos de la redundancia.

Enceguecen con los reflejos

de imponentes tipografías

y participan de la cofradía

que propaga el falso paraíso

que se compra en cualquier acento.

Desfilan con fervor castrense

blandiendo adjetivos que ocultan

la desnudez de los nombres,

justificando la imposición

de los enfermos eufemismos.

Pero no me preocupo tanto.

Toda revolución cabe

en un punto aparte.

Las rutinas de Honorio

Author: Javier F. Noya /

(Probable epílogo angustiante por lo que vendrá después, obvia y absolutamente ignorado)
Honorio se acomodaba los anteojos de grueso marco negro una y otra vez, inquieto porque su amigo insistió en acompañarlo hasta su casa, luego de haberse saludado y pasar revista a la compra. No era oportuno ya que, una vez que dejare las cosas que Ema le había pedido que comprase a último momento (una crema para manos, su champú, guantes de látex para proteger las manos), se abría un intervalo habitual en su lucidez del que acostumbraba regresar con las energías renovadas, algún sabor a lombriz en el paladar y el cuerpo caliente, rebelado de los cuidados de abrigo con los que Ema lo sermoneaba cada noche. Pero no tuvo más alternativa que la de cargar las bolsas de plástico y caminar junto a su amigo las dos cuadras de trayecto desde el autoservicio del barrio hasta la entrada a su edificio. Cuando Honorio apuraba la despedida merced a la puerta de entrada, de riguroso y transparente blindex, abierta por la salida de un vecino, su amigo recordó gracias a una ruidosa palmada en la frente que necesitaba la amoladora porque debía cortar con urgencia unas cerámicas para remplazar otras que se habían despegado del baño, que con esta humedad y los materiales que ahora vienen tan malos era un problema habitual, no como antes que se pegaban para siempre y sólo podían sacarlos a puro mazazo y cincel. Honorio no tuvo más remedio que dejarlo entrar y elucubrar razones de peso para que Ema no se molestara por la intempestiva entrada de su amigo, pues seguro se ofuscaba, imaginando que lo traía a cenar sin aviso y que la comida no alcanzaría y cómo se le ocurría traer a alguien sin avisar y no había disculpa que valiese, convirtiendo al noticiero de las ocho, visto como ritual de sobremesa durante treinta años en el mismo canal y con la misma pareja conductora que terminó siendo matrimonio después de tanto tiempo de trabajo juntos, sería un rumor de fondo para los sonidos estrepitosos de los cacharros que servirían de base rítmica a la quejosa y estruendosa melodía de la queja de Ema, pero no fue así. Abrió la puerta del departamento bajo la mirada compasiva de su amigo, que tomó las bolsas que llevaba Honorio para que pudiera manipular el manojo de llaves; ingresaron, primero el dueño de casa presto a apaciguar el posible ánimo alterado de Ema, que estaba en la cocina como había previsto, cocinando como en todos los atardeceres de invierno. Se dio vuelta y le hizo señas a su amigo para que llevara las bolsas al baño, pero éste no hizo caso. Meneando la cabeza se quedó allí, estático con las bolsas colgando de sus brazos, en el medio de la sala, mirando fijo a los ojos de Honorio. “Mirá bien”, le dijo señalando con la cabeza la cocina, gesto que Honorio no entendió pues en la cocina estaba Ema cocinando y qué otra cosa quería que viera, si Ema, allí con su falda tableada, allí yendo de un lado de la mesada a otro (no se oía nada; ni el tronar del metal, ni el repiqueteo del cuchillo picando en la tabla, ni la caída del agua en la pileta de lavar), allí grisácea como en la foto de su mesita de luz y con los labios carmín, bien resaltados, y su pelo recogido, preparaba la cena, allí donde a través de su vestido podía verse el color de los azulejos, alli Ema, allí debía estar Ema;, pero su amigo insistiendo en que mirara bien, y mirar era no verla, y no poder saber cómo era no verla, cómo estaba allí una especie de figura vaporosa con la falda a tablas que Ema tenía puesta el día que salieron juntos por primera vez, pero ahora gris como la foto, como ella pero que era vapor y parecía que no estaba y pidiendo con la voz entrecortada la comprensión de que Ema estaba allí, hasta que su amigo, compasivo, como si quisiera palmearlo en el hombro, o abrazarlo, si no fuera porque todavía pendían de sus manos las bolsas, para contener toda la perplejidad que sobrevino a sus palabras, dejaba que una exhalación profunda susurrara la frase indefectible: “hace dos años que se murió, Honorio ”. Entonces trató de retomar el hilo de la historia que hilvanaba a las cosas para que fueran lo que eran, haciendo que el presente se forjara desde esos vellones verdes que comenzaron a crecerle a Honorio mientras el cura daba el responso frente a la tumba abierta de Ema, una gran boca de tierra que engullía hasta la luz y que digería la impotencia de una súbita desaparición de su amada de toda la vida, la misma que ahora se iba desvaneciendo delante de él aun cuando irrumpió a la cocina para negar lo que decía su amigo, para demostrar que era posible ser gris y tangible, que allí estaba, que venía del dormitorio, al que fue corriendo para corroborar que sólo su lado de la cama tenía sábanas, sólo su mesita de luz tenía un velador y la foto de Ema, que el lado de Ema sólo tenía telarañas y polvo que cubría pilas de tarros de crema, champúes, jabones y perfumes, que mientras echaban tierra en la fosa prefería ver los pájaros, tan apacibles, tan único deseo de darle sentido a la vida como el vuelo de las aves, mecidas por los vientos y migrando hacia el ciclo continuo de la vida, y él allí, con su amigo que había dejado caer las bolsas y le tomaba un hombro, detrás de él, llevándolo despacio hacia el pequeño patio, señalándole que ya era el momento, ayudándolo a sacarse el sobretodo, el sweter, la camisa, los pantalones, los zapatos, las medias, los también inútiles calzoncillos, lentamente como corresponde a las despedidas inevitablemente dolorosas pero necesarias, sin lágrimas que no resultaba necesario verter porque ya se había demorado demasiado lo que habría de ocurrir, hasta que se desplegaron las alas y un chirrido acompañó la elevación del pájaro de plumas verdes y azules, que pasó velozmente al costado del edificio asustando con sus graznidos a algunas vecinas que se asomaron a la ventana e increparon al señor del patio que batía los brazos y gritaba de alegría e indiferente a los comentarios de que seguro que eso es lo que había espantado a ese hermoso pájaro, pobrecito, qué barbaridad, cómo tratan algunos a los animales, con qué cosas se divierten algunos, aullando y batiendo los brazos y moviendo el rabo que, de la alegría, se había desplegado hasta romper la costura del pantalón..

Las rutinas de Honorio

Author: Javier F. Noya /

(salvaje capítulo V)
Entrar al departamento de su amigo despertó en Honorio una sensación de zozobra novedosa, una especie de vértigo incipiente que nace al saber que uno se encuentra próximo a un precipicio; pero cuál sería éste si estaba traspasando el largo pasillo de puertas a cada lado para tocar el timbre del departamento H, detenerse, como siempre, delante de esa puerta color tiza y hollín acumulado por años hasta que su amigo la abriera y lo hiciera pasar directamente al living para comer la picada de principio de mes, ya dispuesta en la mesa vestida con un mantel a cuadros verdes, en el que cada recuadro alojaba un platito, allí con salamín picado fino, allá con aceitunas verdes, más allá con las rellenas (de morrón y de pescado, qué delicia), para aquel lado las papas fritas, para el otro los palitos, más acá las rodajas de pan, y en el extremo de la mesa el vermouth y el sifón de soda. Sintió perplejo esa frialdad que anuncia el peligro, evitó sacarse el abrigo por las dudas y continuó la charla con su amigo, que estaba muy contento porque el traumatólogo lo tranquilizó de aquellos dolores de cintura y le dijo que la artritis no avanzaba, afirmándole que estaba fuerte como un roble y, como prueba cabal para convencimiento de Honorio, se sostuvo con sus brazos en el borde de la mesa hasta quedar paralelo al piso, rígido como la botavara de un velero, aunque con esas pantuflas de franela y el pantalón que le sobraba por todos lados (ahora que la perspectiva de su postura había cambiado, se notaba aun más) parecía más un payaso grotesco que un ágil integrante de la tercera edad. “Si tenés frío dejo la ventana cerrada, no vaya a ser que te agarre una pulmonía”, dijo su anfitrión recuperando la vertical y procediendo a juntar las hojas del ventanal que daba a un balcón estrecho, al mismo tiempo que llamaba a Tigre, su gato color dorado, para que entrara porque el día estaba gris y no faltaba mucho para que lloviese, recitando tras cartón el listado de pastillas y ungüentos para la tos, la congestión y los muy probables catarros que vendrían después de esa sensación de frío de su visitante. Honorio se sentó en la cabecera y comenzó a engullir los ingredientes con una avidez inusitada, sin esperar, como siempre, que se sirvieran los vasos con el vermouth y dos chorros de soda. El gato, al entrar a la sala, lo miró, esta vez sin ese abrir redondo de los ojos que claman por una caricia que empiece en la cabeza y siga por todo el espinazo hasta el último extremo de la cola, bien erguida, arqueándose para pasar una y otra vez por los mimos y a la espera de recibir algún bocado, en especial de las aceitunas rellenas con pescado. Esta vez sus ojos parecieron rasgarse más; sin sacarle los ojos de encima, se desplazó rodeando a Honorio con sigilo, deslizándose cerca de las paredes y con las patas un poco flexionadas, hasta que subió a un sillón y de un salto a la parte superior del aparador, puesto a un costado de la mesa y contra una pared, para recogerse sin ronronear ni esconder las patas debajo del cuerpo, como siempre hacía para hacer una breve siesta; seguía observando, y a cada movimiento de la mano de Honorio que atacaba con premura los platitos, el gato levantaba sus cuartos traseros como si fuera a pegar un salto, ya sea que se extendiera para tomar una papa frita, unos palitos o sorbiendo un trago del vaso, hasta que Tigre y Honorio se miraban entre ellos y el anfitrión pasaba a ser una voz lejana que detallaba los remedios caseros para los dolores lumbares que le daban tanto resultado. Honorio cada vez temblaba más, hasta que él y su amigo concluyeron al unísono que sería mejor se fuera a su casa porque seguro que se estaba engripando y que sería mejor así. Cada uno apuró la despedida, el amigo para evitar contagios y Honorio para que no le estallara el corazón, quien se levantó sin correr la silla y se fue abriendo y cerrando la puerta con rapidez, sin darle tiempo a Tigre, que se estrelló contra la puerta dejando del lado interior las marcas de sus garras y soportando los gritos y quejas de su dueño que no entendía qué cuernos le había pasado a su gato, mientras el indiferente felino volvía a subirse al aparador y su dueño se preguntaba si le pasaba lo mismo que a él, que no soportaba la gente enferma. Honorio se subió al ascensor, luego de recoger algunas plumas verdes que se le habían caído del susto y resoplando para que su corazón volviera a latir sin pánico.

Las rutinas de Honorio

Author: Javier F. Noya /

(imprevisto capítulo IV)

“Hay que estar siempre temprano. Ya pasó una vez y uno, acá, nunca sabe”, dijo el más anciano de la fila, encasquetado con una gorra de fieltro gris y el índice erguido, arqueando hacia arriba las cejas que sobrepasaron la gruesa línea negra del puente de sus anteojos y con la erudición adquirida por las décadas de apostarse en la puerta de los bancos dos horas antes (por lo menos) de su apertura, una precaución necesaria porque podría darse el caso de que se quedasen sin dinero y no les pagasen sus pensiones, siempre míseras. Todos asentían, inclusive Honorio, pero su atención se centraba en la bolsa de plástico de la señora ubicada delante de él. En todos estos años, variaron pocas cosas: la fila hacia la línea de cajas se desplazó al cajero automático y de ser necesarios los documentos de identidad y la firma del formulario de extracción, se hizo imprescindible mantener actualizado el aumento de los anteojos, para no equivocar la tarjeta débito con alguna de descuento y para poder leer las instrucciones de la pantalla. “Pero la cola hay que hacerla igual”, afirmaba el hombre, puesto que al inicio del día los cajeros nunca tenían dinero y se recargaban al comienzo del horario de atención al público, “lo cual es una muestra de que no tienen plata”, proseguía el elocuente y suspicaz octogenario. Honorio mantenía respetuoso silencio, esperando su turno y atento a esa bolsa que observaba de soslayo, hasta que las miradas se rozaron y la señora, canosa, pequeña, y envuelta en numerosas prendas de abrigo que la daban ese aspecto opaco y rollizo, despejó su aburrimiento resoplando penurias y describiendo los dolores de cada uno de los juanetes que habían invadido sus pies. Poco a poco, fue dejando traslucir su amor por los pájaros (esa bolsa contenía entonces lo que Honorio preveía) y vaya a saber hasta cuándo podría comprarle el alimento con lo que suben los precios y la jubilación que no alcanza, mientras Honorio repetía las mismas frases amables y condescendientes que Ema tanto disfrutaba a la hora de creer que tenía razón, ante el posible cambio de dieta de los pajaritos que deberían contentarse, de seguir así las cosas, con cáscaras de huevo, restos de zanahoria y de manzanas y algún grano de choclo que sobrara y, así, la anciana desgajaba confiadamente sus pesares (Honorio tragaba saliva y sentía cómo sus tripas resonaban de hambre) hasta que llegó el momento en que le pidió que por favor le tuviera la bolsa para sacar la tarjeta de la cartera y los anteojos (no había que olvidarse de los anteojos), porque a veces no se acordaba qué estaba haciendo allí y no era cuestión de estar demorando más este momento, con el frío que hace, accediendo Honorio de buena gana a sostener esa bolsa con paquetes de semillas para los pajaritos de la señora (hubiera llenado una botella con la saliva que tragó) que hablaba y hablaba y revolvía su cartera evocando las enfermedades de su marido, las pastillas que necesitaba para dormir y los hijos “¡ay los hijos!” que son una maldición para una que dejó la vida por ellos, ingratos que no llaman ni una vez por día para saber de sus pobres padres, meneando la cabeza y revolviendo hasta que apareció la tarjeta y encontró casualmente con la otra mano el cordel con el que había colgado los anteojos de su cuello para no olvidárselos poner y que no recordaba habérselo puesto, “mire qué tonta los buscaba en la cartera”, dijo sonriendo, hasta que le tocó el turno de entrar al cubículo del cajero y hacer su extracción, saludando luego, con la breve alegría que ocasiona tocar un poco de billetes, hasta la próxima fecha de cobro. Honorio saludó amablemente a la señora que ya no recordaba su nombre, entró al cajero, dejó la bolsa a un costado, hizo su extracción, retomó la bolsa y se dirigió hacia la plaza del barrio, saludando como por acto reflejo al señor que esperaba entrar luego de él, de quien no conocía su nombre pero, como a todos, lo había visto en la fila más de una vez. No faltaba mucho tiempo para la hora del almuerzo.