Esperanzas de riego

Author: Javier F. Noya /


Revolcamos palabras
en un desierto de silencios.

Esparcimos las ruinas
de lo que nunca hemos dicho.

Quizá brotes de encuentros
hagan sombra a sus ausencias.

Quizá horas diferentes
rieguen la aridez de no mirarnos.

Quizá manos de tactos sabios
humecten las frases resecas.

Cuando venimos del olvido del día
el goce exige muy poco:

Festejamos la metáfora que remonte
la altura de un grano de arena.

¿Qué matarás hoy?

Author: Javier F. Noya /

El arte de matar exige, primero, elegir la herramienta. En ese trance, todo artefacto es útil, inclusive la palabra. Y pienso en palabra porque pistola, bomba, cuchillo, faca, limpiavidrios, martillo, hacha, tenaza, cicuta, lavandina, toallón, sábana, cianuro, vibrador, lubricante, automóvil, tren, bate, semillas de manzana, garrote, filo serrucho del tramontina, bombachita o portaligas, son sólo un ejemplo del universo de armas letales, que presumo infinito.

Abundan los ejemplos de palabras que sirven a la noble tarea de aniquilar a la víctima elegida ; pero esputar cornudo en la narices de un engañado cardíaco, o despedido, suelen ser letales al instante, y ni hablar de una de las palabras más homicidas que habita el diccionario: fea.

Puestos a la tarea de matar, hay que matar bien o morir en el intento; por eso toda muerte lleva a la propia, pone en riesgo la delgada cornisa de la tranquilidad y nos permite sentir de cerca lo que nos pasará algún día. Quizá éste sea ese día y aquí, tan atentos escuchando y parloteando, brindando y acomodando la lengua que intenta escaparse con su culo escaldado por el ardor etílico que sube del estómago, sea el último momento en que hablaremos de la muerte, o de matar. Por eso hay que matar apurado, no vaya a ser que nos quedemos con las ganas.
En tren de matar, esta noche me subo a los carriles de elegir una víctima por vez, por pura pereza y para hacerlo bien. Recorro los vagones del rencor y elijo con lascivia a la impotencia. ¡Voy a matar a la cándida impotencia que ocupa nuestro territorio más fértil con el sigilo de una víbora y la eficacia de un sable samurai! Esa maldita, que a veces ataca en la intimidad y se apodera de nuestros atributos más queridos, es una conquistadora implacable, macabra, posesiva como pocas y pérfida como no hay dos. Matar a la impotencia estrangulando al rollo de números, matar a la impotencia con una balacera cuando se esconde bajo mostradores, matar a la impotencia con un matasellos cuando se parapeta detrás de las ventanillas, matarla con un taco aguja cuando empuja hacia delante el fiel de la balanza, comerle la lengua cuando nos dice “qué querés que haga”, desangrarla cuando nos da la razón y nos manda de vuelta, hundirle el estómago de cien cuchilladas cuando nos posterga el último tren, hacerla volar por el aire cuando nos pide disculpas por las molestias ocasionadas, desollarla con una trincheta cuando nos pega el auricular a la oreja por horas, abrirle la tapa de los sesos con un martillo cuando se apodera del último turno, envenenarla con sildenafil cuando pretende ocupar la habitación, o empalarla cuando cancela la próxima cita, son algunas de las maneras con las que daría fin a esta obediente ciudadana de la República de Impedimenta, una logia macabra que intenta apoderarse del mundo imponiendo la dictadura del call center y la ignominia de la falta de un requisito. Eso sí, por supuesto, si puedo sacarla de la trinchera que cavó en mi entrepierna.

Dejemos las cuentas claras para otro momento

Author: Javier F. Noya /

Dejemos las cuentas claras para otro momento,
que de cuentas la calle está colmada
y pese a las barras prolijas de la senda
no hay peatón que no zozobre en su teclado.

Lo palmeará el cenit que refleja el alquitrán
y deseará yacer a la sombra de un anuncio:
el ardor sin amor pregonará sonriendo
que nada refresca mejor que endeudarse más.

Intocables pitonisas de magnífico magnetismo
leen el destino guardado en tu tarjeta
y trazan la frontera que cotiza sin postor
entre el cielo de comprar y el infierno del sin límite.

La suerte anida agotada en mesas de saldos
después de esquivar los dardos tesoneros
que la prosperidad le disparó sin pausa:
no hay piedad cuando es día de vencimiento.

Aquí planto un banderín saturado de palabras
como atalaya valiente del día innecesario
que anuncie la derrota total de las ganancias
a mano de nuestro bando, las honrosas pérdidas.

No es de esperar fanfarrias ni homenajes elocuentes
para este final esquivo del código de barras
que analfabeto de todo láser o registro
alimenta, clandestino, a la débil esperanza.

Comentario a "Cuerpos en venta"

Author: Javier F. Noya /




Me has pedido comentario y más que pedido ha sido obligación hacerlo después de verlo. en esa paradoja del nombre propio y la representación, la fantasmagoría del terror de ese tipo de abuso y violencia te desplazó entre la inocencia refulgente de las víctimas. Una línea, un camino, trazado y alfombrado por ese derrame de blancuras simbólicas. Fuerte son las imágenes, fuerte es el enfrentamiento a esa otra oscuridad, menos espectral, de la representación de la brutalidad, la ignominia, la violencia, el abuso, de todo aquello que flagela al ser humano con el propio ser humano. Y el final, de avance, ritmo y participación, emociona, expone que luchar no es melancolía sino pulso, camino, caderas zarandeando el aire, vida. Nos queda en ese otro escenario que es la cotidianeidad la gama de grises, como si la inocencia, la blancura, fuera una falta. Besos y gracias por sugerirme esta vista.

En primera, segunda, tercera persona y en todas las personas

Author: Javier F. Noya /

Exhalo el humo, dejo caer la brasa en el cenicero que se llevará su luz, su buena noche que aplasto sin compasión ni interés. Dejo que se haga ceniza hermana del resto que se oculta en la oscuridad, el disimulo en gris que queda después de haberse consumido la vigilia o un sueño, lo que queda de lo que vivimos esta noche, ayer, hace unos años, cuando nacimos. Todo queda esperando que, de vez en cuando, toque la puerta a la conciencia y nos presente su credencial de recuerdo, que lo dejemos pasar con la misma candidez que una anciana abre su casa a un hombre en mameluco, bajo el pretexto de ser empleado de la empresa de gas que cumplirá el cometido de golpearla, asaltarla, quizá dejarla viva y maltrecha, con la inocencia desflorada, con la violencia que ahora el sueño aleja de tus emociones que flotarán plácidas por las imágenes de tu subconsciente, tu ello y más allá; qué sé yo si no soy psicólogo, ahora que se abrió la puerta y recuerdo, el desierto de un lugar que era mi hogar y será la imagen vacía de un local donde yacen una guía de teléfonos ennegrecida y una máquina de escribir rota, donde todo retumba como si quisiera llegar hasta aquí, treinta años después, como si no hubiera sido suficiente dejar esas cosas allá, y me asaltaran otra vez aprovechándose de este silencio que ya no acompaña el rumor en sordina del papel quemándose, este pretérito inmediato tan gris y menos perceptible que el humo subiendo en el rincón de una habitación, sin ninguna presencia que detenga tu mirada en el ascenso sinuoso y difumado que se perderá en el techo, un cielo de concreto que amenaza con aplastar lo poco de espacio que queda entre la pesadez del aire de aquí adentro y mi respiración que ruega huir, porque ya es un hecho que no hay esperanza para encontrar el tesoro de esa palabra de aliento que tu padre ya no te dará, el regazo que tu madre prolongaba por toda la casa cuando te miraba y sabía lo que necesitabas; porque tu madre era regazo, era el gran útero que extirparon de estas paredes el día en que debiste partir y me dejaste mirando cómo se hacían mustias sus miradas y sus silencios cargados de una resignación que está acumulada por cada rincón, por más que los empleados digan que estornudan por culpa del polvo que hay acumulado, como si no pudieran distinguir que aquí nadie puede respirar en paz porque la soledad se apoderó definitivamente de toda la casa, de cada recuerdo, de cada objeto que tuve que inventariar para que se lo llevaran a los camiones de mudanza y los manipulen esos brutos que carecen de delicadeza para distinguir una porcelana de una cerámica, una solapa de terciopelo de un saco de lana, de lo que significa esperar toda la vida lo que ahora se define inexorablemente como carencia, resignándome a la palabra desoída, a haber deseado la vergüenza de algún reproche antes que la moral intrascendente del silencio, de ver al hombre sentado entre sus textos y sólo entre sus textos, cancerberos de tu atención, que te mantuvieron absortos entre sus renglones hasta el momento en que todos decimos adiós sin intención, y que crearon ese muro de papel, cartón prensado, y preciosas filigranas que descansa sobre el otro muro, siempre inerte, del edificio, un castillo sin almenares donde tu mundo ingresó alguna vez sin tender puentes, que ante la frontera celosamente guardada por ellos yo seguía con fe devota y perplejo cada movimiento de tus pestañas, la forma de acomodarte los anteojos, el cruce de tus piernas, la combustión del tabaco en tu pipa, y tus cejas arqueándose en la única muestra de admiración que supe registrar, mientras el pequeño simio seguía jugando al avión o te mostraba la pelota que nunca devolvieron tus pies lectores, ni gritaron alguna orden para ir a buscarla, ni supieron desbordar este ruido de cajas y canastos crujiendo que parecen ser la única voz tuya, el único timbre de voz que mi memoria puede recordar, aun cuando el empleado me requiera qué hacer con todos esos libros, ya vencidos, que no se yerguen orgullosos para atraparte entre sus capítulos, sus frases, sus páginas y sus lomos encuadernados con cuidado y primor.“Tírelos”, es lo único que puedo responder, molesto porque sólo quiero encender otro cigarrillo en la ventana, ver el paisaje, respirar un poco de aire, mirar la vereda con los empleados cargando y descargando y riendo, contentos porque al final de las jornada los esperaba un suculento asado, porque habían conseguido bastante para encender el fuego.

Retoques

Author: Javier F. Noya /


Cintura rodeada de caricias perdidas,
la calma en miligramos jugando en su boca;
quizá deba partir,
duplicar la danza
o dejarse vivir.

¿Quíén cerró su boca
si nunca abrió su aliento?
¿Quién tomó prestado
su pedir consuelo?
¿Quién predijo que volver a casa
era despertar con miedo?

Abre la puerta
y el columpio de sus sandalias
interrumpe la media sombra.

En este reflejo de una mesa sin mantel
se ocultaron los puntos suspensivos
y sin escalar hasta su pecho
las colillas del tabaco rumian cesantías:
acumular hechizos de otras quemas
sólo trajo el dulce dolor
del mientras tanto.

Este paisaje de besos de diagrama,
este amor guardado en archivos,
esta golosina de píxeles,
este formato de cariño con caritas de molde,
este refugio de pies lastimados,
este fin de fiesta mandando mensajes
es un cuadro borrado por la yema de sus dedos.

En el retazo de una noche nunca encontrada
sigue retocando el recuerdo.

Y te llamé

Author: Javier F. Noya /

Intenté cubrirte con el color de mi pasión; pero ese pigmento se diluye, fácilmente vencido por el brillo de tu sudor. Esbocé flores para vestir las plantas de tus pies, pero no preví que la bruma te calzaba mejor con su horma de paso leve y su huella de alma. Me perdí buscando olvidos que pudieran contenerte, pero tu mensaje más nimio, el eco perdido de tu susurro, eran levaduras suficientes para desbordar tu recuerdo. Monté tu mirada en cigarrillos presurosos, pero el tabaco encendido me devolvía humo vacío y así, tan redondamente ardiente, el ciclo de extrañarte. Enredado en la madrugada, dancé junto al hielo dentro de un vaso cansado, rehusé esperar el consejo del amanecer y marqué las claves, calé el surco, rompí dimensiones, desaté los nudos de la conveniencia y volé desandando las distancias que enseñan a correr el horizonte, volé vertical y dejé a los peces de mi vientre jugando a la mancha con el álgebra de los números del teléfono, eché a la eternidad con recelo, como lo hice cada vez que intentaba darme consejos de amor, escuché atento la pausa del tono, ese largo sonido que repiquetea en la paciencia hasta quebrarla, desatendí a la brasa que pedía por favor que la alejase de mi dedos que estrangulaban el cigarrillo y la ansiedad, y conociendo la vaguedad de un timbre truncado por quién sabe qué magia, abandonado en el fiordo tempestuoso de un silencio ocurrido antes de que mi camisa se calce en mi torso (sin ayuda, porque este madrugar no remplaza la pausa flotante del descanso, sino que se asemeja al alerta saturado del vigía que contempla una inmensa deriva) tu voz apareció obsequiándome una bienvenida. Entonces, me desnudé.

Antes de ponerse a escribir

Author: Javier F. Noya /

Mi escritura no corrige su rumbo; se rebela y se viste de orgullo con una clase de vanidad que sobrevive entre las espinas del acuerdo y el latir de un verso con estertores. Las palabras impregnan (marcan, corrompen, degradan) la blanca esperanza que esperaba la dispersión sobre sí de un canto amable y se consuela con alguna sinrazón que la sublime holgura de la compasión destile en oratorias y recursos para la bendición del silencio, paradojas del elogio a la nada o a lo ya dicho tantas veces que, justamente por ello,
no se escucha
no se lee
no se siente
no se muere
no se vive
no se pronuncia con el peso del canto convincente, sino se esparce sigiloso como el amor moribundo que repta por los zócalos del hogar, que prefiere los disimulos de la media sombra, el acopio en el rincón, que jamás se agrega en esta estepa helada que espera alguna tibieza de verso, un ardor de prosa, la frase piadosa que conmueva lo cohibido y ponga entre piernas, flujos y nudos de carne aquello que el frenesí exhibe en el aire y que el viento correrá hacia el olvido.
Pero ya dije que era rebelde y tozuda: forjada entre compresas de conveniencia y silencios impuestos con pérfida ternura, se revuelve sobre paquetes de cigarrillos negros, sobre páginas de libros presuntamente sacros y máximas del buen
decir
dictar
adjetivar
pronunciar
verbalizar
y dramatizar, leyes templadas en la paciencia de la historia que el hoy desconoce sin audacia, sembrando brutalmente nuevos inquisidores e inmolados por aquí y allá, mas siempre dentro de las mochilas portadas con esfuerzo pero siempre bien cerradas, nunca en el pecho, jamás en la garganta de emperador alguno y menos en la estepa blancuzca que suscribe la academia, que por sentarse en las mesas del privilegio se guarda las sobras entre sus sugerencias mientras aviva el fuego de las asaderas con esta siembra de intenciones en negro, un contraste de la apatía incolora que, puesto delante, sólo puede desesperar.
Será, así blanca, un reflejo, un final anunciado que se niega, un horizonte de arribo inexorable, una estepa que el deseo frondoso rechaza, y por ello mismo niega en letras y líneas, esperando el milagro de ser más allá de la primer lectura.

Hombre Hambre y Vejez contemplando

Author: Javier F. Noya /



Han atado al viento. Un manto de ceniza cubre la noche. El Hambre, peligroso consejero, aconseja añorar la vigilia promisoria. Recomienda practicar una danza lasciva que circundará la necesidad saciada sin llegar a su centro, quizá nunca. En el susurro de polvo reposado lo sutil acoraza al verbo y se entierran sin pompa ni procesión tentativas de días colmados y noches de nostalgia recitada bajo la constelación de astros que, en el adoquín, alumbrarían la posesión golosa de los sueños cumplidos.

Un espejo improvisado refleja lo que alerta al transeúnte: él mismo traspasando la materia, cosquilleando su curiosidad, alertando que el paso frenético tendrá su instantánea, su pintura escurrida en una pausa de la nada, compasiva con la vigilia dormida, desprevenida, inercial como su espera: se siente carta enviada al destino. No sabe qué poder quebró su reposo; sólo conoce que arrojó las astillas de su calma al ritmo que marca la caverna vacía de su vientre. El paso en la calle, que por necesidad debe ensayarse hasta el hastío, juega a la plegaria y el pregón, duplicando los cascabeles que huelgan su sonido hasta la próxima brisa o el condenado paso del hombre con un no previsto. No escarbo en la intención de la silueta que lo cruza mientras las urgencias despabilan un cavilar de ocasión, entre tiempos que se escurren y regresan para dejar esbozos de lo que hubiera sido si el sol, la vereda, el vidrio, el filtro del cigarrillo, si esa palabra o la mueca o la tardanza, si la lección o el guardapolvo o aquella golosina, si hubiera.

El reflejo se vaciará. El Hambre ordena seguir el diagrama indescifrable de las baldosas que dejan la sombra repartida en intenciones esfumadas a cada paso. Caminar deja de ser acto, pedir es un reflejo, insistir es sólo un rasgo. El empedrado recupera su soledad diáfana que algún rumor de motores confirma sin mayor argumento, ni más contundente, que el de su tránsito raudo hacia quién sabe.

El vidrio de la ventana espeja merced a la adhesión de miradas fundidas que, desde dentro, pretenden distraerse de la toma de posesión del resto de la casa por el desengaño. Los que ya no son engañados por el tiempo, quienes ya tienen un pasado mucho más profuso que la incertidumbre, que no recogen espera sino que se dejan abrazar por ella como escudo de la irrefrenable nada que los acorrala día a día, miran por la ventana, se toman las manos de talla minuciosa y paciente y contemplan el paso del camino.




Para Festejar (Gracias Editorial Argenta por la mención especial a la obra poética)

Author: Javier F. Noya /

ARTAUD ME INSULTA

Artaud insulta mi poética,

se mofa de las metáforas y no persigue mis sueños,

sólo insulta y grita con voz rasposa

y asusta al niño que rompe el tiempo

y regresa pidiendo la condena a muerte de su escueto pasado,

tironeando de mis pantalones que se mean

frente a espectros que ya no reconozco,

mientras Bukowski escupe mis abstracciones

y ríe a carcajadas porque soy lamento frente al niño

que juega con un carrito con el que aplasta un libro de madrugada,

un niño educado en la siniestra escuela de la noche,

el futuro de mi asalto,

y los poetas se juntan para expulsarme

de su inspiración rancia bebida en las calles de la modernidad,

rancia de petróleo que envaselina nuestros culos

para aflojar la mierda que se resiste

a dejarse violar por la necesidad,

que prefiere la intoxicación de quedarse adentro de su propio creador,

un acólito discriminado por su fetidez,

un ángel que será obviado

como todos los sustratos de mierda

que fluyen bajo los actos más pueriles

(pagar, cobrar, vender, comprar, sí, todo lo posible)

sin que nadie abjure de tal herejía,

como si todo fuera una misión furtiva y silenciosamente intestinal,

como esta parodia de estar justificada en la medalla al honor,

en la muerte celebrada de un enemigo

que estalla descuartizado por la ingeniosa mina

cuyo estruendo anticipa vivas

y convida con píldoras para el olvido,

invita a museos de horror

y festeja con fechas definidas las masacres rutinarias

que despejan nuestro propio morbo,

para volver a alejarnos de ellos hasta nuevo aviso

y también de nuestras metáforas pusilánimes

que pretenden ser LA BELLEZA,

mientras se ríen y ríen los poetas

y cuando la carcajada se los permite

siguen escupiendo y cagando en cada monumento,

cada multitud, cada día patrio

de cada frontera demarcada con la convicción

de los suicidas vestidos de sacrificio,

los corderos que se asan para ser devorados

por las fauces de los cobardes sin escrúpulos,

que luego regalan por televisión la felicidad y el sueño

mientras se mantiene encendida hasta la mañana siguiente

conteniendo todo lo de ayer, casi un no hoy,

una nada remozada por ciclos de prosperidad ajena

y humaredas de pipas de la paz efímeras,

épocas en las que se evocan héroes

que despedazan al que no conocen

y simulan sufrir,

al malo villano que muere malo sin rasguñar al bueno,

tiempo que invita a imitar al niño

que con su carrito desperdiciado y cargado de cartones

aplasta el libro,

regresa, lo vuelve a aplastar,

cada vez con mayor saña,

hasta que sus hojas se disgreguen por la vereda desierta

que en esta madrugada acoge sólo mi vaivén

y el de mis amigos ya hartos de elevar la voz y los brazos,

que sólo buscan dejarse llevar por aguardientes y fantasías sin cumplir,

abrazados en la hermandad cuya regla no reconoce norma

y cuyo fin se agota con la penúltima gota que sorbemos,

porque no hay última mal que nos pese,

no habrá última hasta que el libro

se haga pasta con la humedad

que cae sobre la acera y las ruedas del carrito,

y sus letras ya no sean más que líneas negras de un papel pastoso

que recogerá el niño cartonero porque ahora sí servirá,

ahora será él mismo la parte que falta

del cuadro compulsivo del sobrevivir.

TV

Author: Javier F. Noya /

Pasa en perpetua tentativa. Postergación es el hábito que cubre la desnudez del deseo genuino, lo estalla en el suelo atado al resto, sin permitir que se despegue. Ese charco se siente sucio, transitado por la corrosión de miles de pasos que lo marcan con el barro de la orilla del mar de los placebos. Expectativa amura los perímetros, y ruge su angustia fingida cual cachorro abandonado. Camino en el margen de la vereda dibujada por una noticia, un sendero de granito rugoso que nunca finaliza en línea recta ni llega al infinito, si el infinito está más allá de la próxima esquina. Equilibrio dio parte de ausencia: no pretende trabajar por compasión.

Pasa en perpetua tentativa. Queda el recuerdo de un trago sin borrachera, un peso en la espalda y un bolsillo desnutrido. Costillas de cordero divino yacen roídas debajo del cordón: algunos, estimulados por la voracidad del deber, recuerdan el banquete de los ritos y consumen con fruición los frutos consagrados. Fluye el cristal como cadenas en estado líquido. Todo allí es importante y dejo que me atrape. Ese mar pesca con múltiples trucos y no se apiada de lo pescado. Su ardid preferido es el anzuelo que deja en el brazo del sillón; promete dulzura pérfida, susurro de malhechor despechado con su creador.

Pasa en perpetua tentativa. Las cuatro dimensiones no explican la geometría de este rectángulo: la matemática de las líneas es la autora intelectual de esta infamia. Amagos de rebelión presionan las teclas de este instrumento que busca musicales, bailes, entretenimientos, entretelas, entretejidos, entrañas sensibles. Volutas de miembros decorados explican la conveniencia de la quietud.

Pasa en perpetua tentativa. Horas de irse a dormir recomiendan dejar el cielo del dormitorio hecho planetario propio; la constelación de estrellas verdes, rojas o ámbar titilan en la caverna incolora del insomnio. Nada se desconecta del todo. Nada ocurre del todo. Sumido a la bóveda negra de la pausa, sólo resta esperar el sueño e imaginar cómo era intentarlo.

Apuntes para abandonar la moral del esclavo

Author: Javier F. Noya /

No te perdono, porque no tengo vocación divina ni pretendo adoración.

No te perdono, porque tu bastón tiene la mecánica de las máquinas que tragan árboles y siembran desiertos.

No te perdono, porque tu rigor matará los pájaros en pleno vuelo. No quedará aire que compense tu obediencia.

No te perdono, porque por cada muñeca maniatada habrá una niña que no podrá jugar.

No te perdono, porque cada espalda castigada es un espejo que refleja tu feroz cobardía. Tu paga será la maldición de romperlos.

No te perdono, porque no hay peor esclavo que el que se siente órgano de su amo.

No te perdono, porque no te debo. Bocas que comen de palmas mezquinas sólo regurgitan falso temor y mucha miseria, nunca la verdad.

No te perdono, porque cada fibra que te viste es un bocado robado a la inocencia hambrienta.

No te perdono porque el nudo de tu corbata ahoga la dignidad.

No te perdono, porque el dedo que te manda pretende el orden de la codicia.

No te perdono, porque tu prohibición pretende abolir la alegría.

No te perdono, porque llevas altivo tus fueros a costa de encadenar la vida.

No te perdono, porque sólo puede perdonarse a un ser humano.

Cuatro

Author: Javier F. Noya /

Cuando a la luna
le falta un cuarto de luz
es mejor andar
sobre metáfora firme.

Cuando el invierno
anuncia lluvia de caireles
no quemes su cristal:
abrumarán tu esperanza.

A la lumbre de hielo
le sobran sombras
donde manchas de tinta y sangre
pierden su sentido.

Entonces, marcha un ciclo
de deseo desguarnecido
buscando abrigo en sexo heroico
y, tal vez, un punto aparte.

Sabemos

Author: Javier F. Noya /

Sabemos.
Desplegamos resplandores
para ocultar lo oculto.

Porque sabemos.
Germinamos tránsitos, etapas,
escalones, partidas y llegadas
(contrastes, opuestos,
estirpes de universo trunco).
Guardamos la palabra irreversible
y el secreto de guardarla;
parece inexistencia,
excepción de la lista,
cuenta distraída.

Pero sabemos,
sentamos en un banco el dilema
y despejamos el viento que nos enfrenta
con bufas de sintaxis ya probadas.

Porque sabemos
presentamos la mutua despedida,
sin reverencias.
Quedan retazos de momentos secos,
fugas de olvido,
inventos que evitan vacíos de tiempo.
Lo sabemos.

Desde un pasado cargamos
temer ignorar
que se teme saber.
Y sabemos.
¿Cambiará eso
los brotes que dará el hoy?

Lo efímero,
por ser parcela de lo entero,
nos tiene por perennes.
No conoce
el pretexto dilatorio de último estertor,
no guarda
esperar lo que flamea en lo invisible.

Pero sabemos.
Postergando el tiempo de verbo
pretendemos impostura,
confundiendo el conjugar
dejamos esperanza
para el tiempo perfecto.

La balada del pibe eterno

Author: Javier F. Noya /

Mientras la tormenta adelanta la media luz del crepúsculo, mis intenciones se sientan en la mesa que reposa perenne contra el ventanal. Pido un café y el coñac me pide a mí. Sonrío acordándome de Julio, de sus modelos para armar y del libro que Manuel quizá haya leído, o al menos se haya enterado de esas meditaciones frente al café y el coñac que le dieron forma, en un irrelevante otro tiempo y lugar. En la barra reposa el pibe eterno; festeja sus treinta años desafiando el cilindro de traslúcido ámbar con un chorrito de soda. Para él, la base de grueso vidrio deforma la melancolía y hay que llegar hasta ahí. Caen las primeras gotas y el viento arremete con esporádicos empujones. Una mano rematada en cinco ruegos trata de protegerse de la lluvia y de la indiferencia bajo la marquesina del bar. Entra la mujer santa (mantener inmaculado su peinado lacio y caoba, con esta tormenta, es atributo de la santidad) protegida por su piloto púrpura y botas de otro color. El mozo le agrega espera a la lentitud y deja que la bandeja descanse a su lado. Alguien que mi interés descarta estaría sentado en otra mesa, más en el centro, dejándose seducir por el paso de la mujer santa y la somnolencia. Ella se sienta en la barra donde recala otro vaso de blanco, con un chorrito de soda, para el pibe eterno. Sus brazos se baten en el vacío de la incipiente penumbra: no puede saber aún cuál es su alcaloide preferido y pide un Spritz. Conversan sin dialogar. Él intenta que su silencio, en aparente interés, le devuelva el placer de sentirse erguido y triunfante. Ella espera que una carta del Tarot o una moneda puesta en una maquinita le alivie el destino. Otro café, pido yo. Otro Javier, pide el coñac. La lengua del pibe eterno olvida su lugar y se deja llevar por las olas de la borrachera. La mujer santa, mostrando como otro de sus atributos la compasión sublime, ríe y ríe siguiendo el vaivén. Otro Spritz llega cansino, apremiado por el aguacero. Ella ríe con más agudeza hasta parecer un chillido y toma un brazo del pibe eterno. Él arriesga el momento desplazando el vaso vaciado por cuarta vez para tomar los brazos de ella. La mujer santa, riendo, chillando, se deja olfatear de cerca.

Siempre pasa lo mismo cuando la humedad detiene su tránsito para reposar en esta ciudad. No sé por qué es una de sus preferidas. Impregna todo con su evanescencia, su continuo pasar, hasta que lo concreto también pretende olvidar su razón de ser, seducido por ese ánimo viajero. Y el piso de baldosas del bar es el primero en anotarse, quizá motivado, además, por nuestro permanente andar de paso por allí. Ni los truenos pudieron disimular el estampido de la banqueta contra el suelo, ni el ruido grave y profundo de la cabeza del pibe eterno chocando contra la cerámica. Siempre lo mismo: todos nos paramos, el mozo busca consuelos de hielo y la mujer santa disimula su compasión con muecas de asco. El pibe eterno espanta a la gravedad y se va por el camino más largo, siguiéndolo casi a ciegas entre las mesas. La lluvia lo olvida. La mujer santa, busca pastillas en su cartera, espera otro Spritz y se asusta con el silencio; le da la espalda al ventanal, a mí, a la confianza, a la esperanza. Otro café, otro Javier.

Mis deseos se quedan mirando por la ventana. Todavía esperan.

Crónicas de un recién regresado (final de visita a El Rastro)

Author: Javier F. Noya /

Arribar a un sitio, paraje o localidad, registrado y descrito en todas las guías y recomendaciones de viajeros, sólo puede dar lugar a un paseo satisfactorio que, ojo y click mediante, podría tener como único aspecto negativo el incremento del archivo fotográfico con el que se torturará a amigos y parientes al regresar. El barrio de una ciudad popular y habitada por cientos de miles de personas, en la hora y día exactos en que se debe concurrir, podría provocar gestos boquiabiertos y onomatopeyas ocasionales, fundadas en la científica confirmación de que las hipótesis, sugerencias y descripciones son tal como nos las han indicado previamente. Entonces, esa especie de novedad prevista, suficientemente interesante para no ser descartarla de cuajo, pero no tan sorpresiva para beneplácito de nuestra tranquila ignorancia controlada, jamás podría considerarse como una amenaza o, a la vista de un cándido turista, un receptáculo del espanto.


Con el ánimo bien predispuesto, emprendimos el resto del trayecto que nos quedaba entre la Plaza Tirso de Molina y las rectas calles de El Rastro, justamente en domingo, es decir, durante el día en que la famosa feria callejera se desarrolla con todo su esplendor. Desde la calle del Duque de Alba (nota al margen: todas las calles de Madrid parecen pertenecer a alguien) hasta la calle de la Ribera de los Curtidores, nos deslizamos en un recorrido sinuoso hasta que la multitud nos acorraló en el trayecto lento y apretujado de esa ancha calzada, rumbo a la Ronda de Toledo. Gozábamos ese apretujamiento; colaboraba a aliviarnos del frío junto con el sol resplandeciente y la amabilidad de los árboles, que dejaron para otra estación del año la ostentosa sombra de su follaje. Guardando las reglas de dirección del tránsito, un cauce de la masa iba hacia la Ronda de Toledo (podría decirse hacia abajo dado el desnivel de la calle) y la otra mitad en sentido opuesto, guardando fielmente su derecha y sin otra preocupación que la de cuidar discretamente las pertenencias y aprovechar alguna oferta. Entre ese fluido humano que ocultaba puntillosamente el pavimento y la vereda, los puestos se sucedían uno al lado del otro, como amarraderos que intentaban seducir a los pares de ojos transeúntes, cada quien con su argumento, bien sea por la calidad del producto, por el precio o, quizá con mayor sinceridad, por la simpatía del vendedor.


Así, este barrio que goza de una razonable tranquilidad urbana durante seis días de la semana, se altera con los pregones de los puesteros y las miradas ávidas de sus paseantes. El domingo, mientras sus anticuarios, artesanos del elogio al desgaste, se deslizan cansinos y siguen su rutina entre los muebles y otros enseres macerados por el tiempo, esa circunstancia que perfecciona la curva roída o el esmalte, ahora apenas perceptible, para mejora del precio, la bulla de los pregoneros ofreciendo sus bagatelas (no tan baratas) de cualquier especie, origen o calaña, invade el silencio del barrio y nosotros, los curiosos, nos dejamos llevar por la pintoresca oferta de todo tipo de producto, deteniéndonos por aquí, curioseando más allá, asombrándonos por algún artefacto curioso puesto a la venta o por la cantidad de rezagos de material bélico ofrecidos por doquier.


Al son de los músicos, que también se congregan en la feria para ejecutar sus piezas con distintos tipos de instrumentos, ya sean tradicionales o insólitos, fuimos consumiendo el recorrido sin prevención alguna hasta que empezamos a sentir, levemente, un malestar del ánimo, un vacío inexplicable en la boca del estómago. Esa clase de signos, enigmáticos e indescifrables., empezaron a alertarnos acerca de cierto miasma, de una atmósfera siniestra que se ocultaba tras el resplandeciente acontecer de la feria.


Pasamos por el monumento al soldado, erigido en la plazoleta del mismo nombre que esa calle tan transitada, homenaje de Alfonso XIII a aquellos que murieron por la causa que, para ese rey, justificaba la matanza en su honor. Pero ese bronce no parecía una mera evocación, un monumento que serviría, como todos, al descanso del vuelo migratorio de las aves. No sólo recordaba el heroísmo derramado para beneficio de quienes no derraman de sí mismos ni su transpiración; ese metal fundido y otrora volcado en un molde tallado en cada detalle hasta la fatiga, era algo más. Una suspensión del tiempo parecía haber dejado al soldado en un movimiento pendiente. Todo en él inducía a la marcha, así tan erguido y orgulloso, hacia una causa que sólo llevaría calamidades a sus hijos, futuros huérfanos, y a su viuda, entregada a la caridad merced a su valentía brutal. A simple vista, parecía ir alegremente hacia un frente de desahuciados que con la misma candidez y desprecio por la vida, se entregarían a la crueldad de una masa de humanos opuesta, idénticamente desconocidos y condenados como ellos, como él. Pero cada pliegue del bronce inducía una sensación que erizaba la piel con sólo observarlo y provocaba sensaciones que carecían de nombre, removiéndonos de nuestra postura de visitantes para percibir una sutil amenaza sin nombre ni ejecutor. Sus ojos pugnaban por huir, algo comunicaba que sufría un dolor que superaba el miedo al supuesto evento mortífero que su marcha de monumento le dictaba: sus borceguíes luchaban por salir de esa quietud que parecía impuesta, cada pliegue de su ropa estaba intentando abandonar ese paradójico movimiento inmóvil, intentándolo silencioso, imperceptible, solitario.


Poco hicimos por estas sensaciones. Sólo sacamos fotos y simulamos continuar urgidos por la corriente humana que venía detrás nuestro, abrazándonos, acomodando nuestro abrigo, fingiendo sorpresa por el concertista de copas de cristal, al que le dejamos algunas monedas para compensar su original ejecución.


Cuando habíamos dejado de lado esa zozobra con una impostura tal como si hubiésemos descartado una prenda de vestir que no íbamos a comprar, nos topamos con un edificio erigido en la vereda opuesta, que parecía contener lo que realmente nos llamaba la atención y nos había motivado concurrir a ese barrio. Ser miembro del Nuevo Mundo no implica solamente haber crecido entre selvas, amplias llanuras, montañas imponentes, ríos de un caudal extraordinario y la constante necesidad de escapar de la pobreza y las dominaciones crueles, foráneas o propias. Es también carecer del contacto con lo que ha formado, siglo a siglo, la cultura imperante. o único que puede rescatarse de este naufragio de objetos forjados milenio a milenio son aquellos restos de las culturas originarias, sesgadas en su desarrollo y conjunto por la cruenta imposición de la europea, al punto de considerarlas irónicamente exóticas gracias a la educación escolar y, sobre todo en el caso de la mayoría de los argentinos de la llanura, la tradición familiar, en gran medida europea y especialmente española e italiana. Por lógica consecuencia, la curiosidad se mueve hacia aquello fabricado en siglos anteriores al diecinueve, a lo verdaderamente antiguo, que contrasta con las burdas copias que suelen venderse en América.


Cruzamos la corriente humana que iba en dirección opuesta con la firmeza que otorgaba aquélla motivación e ingresamos por un amplio portal a un pasillo oscuro, con vidrieras a uno y otro lado donde comenzamos a disfrutar de adornos, muebles y distintos objetos que la inventiva parió hace siglos, depositados prolijamente en los anaqueles de las cosas inútiles pero valiosas por lo singulares y viejas. Luego se abrió delante nuestro un patio central, fulgurante gracias al sol, bordeado por una galería de comercios y anticuarios, tanto en esa planta como en la superior, a la que se accedía a través de una escalera de piedra, ancha y robusta. Cruzando todo el patio, se erguían numerosas estatuas de inmaculado mármol; reproducciones de ninfas, animales y fuentes de proporciones iguales o superiores a su modelo natural reposaban desperdigadas por allí, refractando gajos de luz. Sacamos fotos a cada vidriera, a cada objeto, pretendiendo estar abstraídos de una vibración que parecía venir desde dentro de aquellas figuras. No podíamos escapar de ese montón de mármol tallado. Proliferaban en casi todo el fondo y sus gestos y perfiles invadían cada perspectiva del lugar. Subimos a la planta superior y desde abajo nos observaba una ninfa que, aparentando vaciar un ánfora, nos miraba, nos dirigía una incomprensible súplica. Bajamos y enfrentamos ese bosque de tallas de blanco inmaculado y una figura de hombre fijaba su mirada triste en el suelo, vencido, sufriente. El león parecía guardar una furia suprema, contenida apenas en la piedra blanca. Las ninfas, en rigurosa hilera, ejecutaban una pantomima, una impostura de gracia y belleza sutil. Algo, alguien quizá, había provocado ese detenimiento, esa congelación de seres aprisionados en materiales inmóviles.. Nada parecía tener un destinatario ni un autor. Los feriantes, los transeúntes, los anticuarios, seguían sus rutinas como si nada ocurriera, como si la materia inerte sólo fuera la representación, más o menos lograda, más o menos valiosa, de seres vivos. Pero notamos que nos observaban con disimulo. Ellos sabían y sutilmente se pusieron en alerta. Uno de los comerciantes hizo una señal, imperceptible para quien no tuvo perros, y mandó a su gran danés, gris y gigante como todos los de su raza, que dejase de dormitar al sol y nos siguiera por todo el sitio. Otros se pusieron delante de la entrada de sus comercios, simulando buscar algo en el patio, inquietos, mirándose, mirándonos de reojo. Buscamos los anteojos oscuros bajo la excusa del resplandor que refractaba el suelo del lugar, guardamos la cámara de fotos y huimos hacia el tapiz humano que seguía su marisma en la calle. La sensación no cesaba aun cuando entrelazamos los brazos para sentirnos más juntos, en la precaria seguridad de que así sería menos difícil sentir daño; pero el trayecto dejó de ser apacible. El daño concreto duele, pero sólo una vez. La amenaza de daño duele tantas veces como uno se lo imagina, con el agregado de que esta sospecha, sin nombre, sin designio, sin origen ni verdugo, impregnaba de sufrimiento, también impreciso, a la carne y al pensamiento. Éramos unos nadie transitando un concurrido lugar común, una indiferencia con piernas, el anónimo perfecto que podría estar sometido a cualquier calamidad. Éramos la víctima perfecta, la que no levantará el polvo del escándalo ni será noticia de interés. Éramos nadie camino a la nada.


Nos abrimos paso para salir de allí, aun con mala educación, hasta que una conversación oída al pasar, a medias, entre puestos de artículos eléctricos pendiendo de los fierros, rigurosamente sellados en sus envases transparentes, montañas de pilas y un recodo que parecía disolver la corriente humana, nos devolvió alguna tranquilidad . Un hombre apoyado en el dintel de una puerta, manos en los bolsillos y cara que no recuerdo le decía a otro: “todo está tranquilo, los gitanos no llegaron todavía”. Entonces sentimos esperanza, una razón que podría devolvernos la tranquilidad. Esa amenaza podría tener nombre y frente al comentario, también distancia. Los gitanos, esos trashumantes rebelados del culto a lo sedentario, ingenieros de la supervivencia y la picardía, eran los eternos condenados de antemano. ¿Por qué no agregarle otro don misterioso más si la superchería les asignaba el poder de conocer el futuro o de destruirlo con sólo una mirada y unas palabras de maldición?


Llegamos a la plaza del mercado de la Ronda de Toledo, cuyos desniveles estaba plagado de visitantes que engullían, relajados por la caminata y el sol, unos atractivos emparedados bajados a la panza por alguna bebida tenida en la otra mano, entre puestos de juguetes, libros, discos viejos, y niños que esperaban con ojos redondeados por la ilusión, montículo de estampas en mano, cambiar sus figuritas por las que les faltaban. Fuimos en busca de algún comercio que nos armara el precioso manjar, mientras las palpitaciones cedían y volvíamos a sonreír, a besarnos, a disfrutar del paisaje urbano y a discutir si a la Puerta de Toledo le sacaríamos fotos con el sol delante o detrás, si querés cerveza o agua para aliviar a la garganta reseca, si volvíamos hacia el Madrid de los Austrias luego de almorzar, si parábamos en la Chocolatería de San Ginés a media tarde, merecido reparo de churros y chocolate después de tanto andar.

Haiku nuclear

Author: Javier F. Noya /

Soberbia fatal.
El defecto estalla:
el viento mata.

Ale Haiku

Author: Javier F. Noya /

Arde tu tacto.

Elige quemar mi piel.
Mis ojos sobran.

Haiku Pappo's Blues

Author: Javier F. Noya /

Cuerdas silentes.
Guitarra es nostalgia:
extraña tu blues.

Crónicas de un recién regresado

Author: Javier F. Noya /

Ser nadie cuando se transita en condición de turista es una obviedad. Que ese incógnito arropado por el frío sea aun más imperceptible, también lo es. Pero estas perogrulladas no arredraron mi voluntad de ser reconocido; dicen que es fundamental para existir, qué sé yo. Así, con la candidez del recién llegado que intenta deglutir todo lo que se le presenta delante de sus ojos, el nadie hecho abrigo se encontró en la Plaza Tirso de Molina guiado por un recorrido cuyo destino sería la feria de El Rastro, esa procesión de fin de semana hacia las cosas de ocasión y las antigüedades que los astutos mercaderes anuncian a un precio único y que sólo el desprevenido sabrá valorar. En fin, parece que comprar allí es un acto necesario, o distintivo. Debo aclarar que mi intención era entender la atmósfera de la conocida canción de Sabina, puesto que ni él, ni la artesana de mis pampas vendiendo “carricoches de miga de pan/soldaditos de lata” estarían merodeando por esa zona. Pero así es la nostalgia, y hacia allá me dirigía.
Decía que siendo nadie (es decir, continuando siéndolo) y con la voracidad ingenua de grabar todo el entorno en perfectas condiciones, luego de un trayecto en subterráneo, volví a la superficie en la Plaza Tirso de Molina y para mi sorpresa, en lugar de encontrar panegíricos a la dramaturgia de semejante autor, tortura de escolares y delicia de lectores de las más exquisitas obras clásicas de la lengua, me topé con un círculo de mesas que sólo el sueño o la mera especulación podrían dar por cierto. Entre libros libertarios, remeras de riguroso negro, banderas rojas con el martillo y la hoz, ofrecidas por emprendedores de dignidades quizá perdidas, el nadie trató de grabarse en la ternura de una mujer que, sentada en una humilde banqueta y desafiando el frío de la mañana con un raído sacón parduzco, colocó en sus manos un pañuelo de esperanza en rojo, amarillo y púrpura, mientras lo recibía frente a su caballete al grito de “Pan y República”, justamente lo que hacía falta en su tierra, donde quien se enfrentaba a esos colores que recuerdan un pasado desangrado era testigo de esa labor continua y concienzuda, cuyo testimonio iría con él, quien al regreso tambén seguiría siendo nadie pese a no ser turista. Frente al tesón de esas baratijas intentando sostener alguna esperanza que corrija un recorrido hacia la esclavitud del poseer y que el decoro de las cadenas de medios suelen dejar de lado, me fui. dejando un óbolo silencioso de creencia. No hubo palabras para dejar su presencia marcada en esa plaza, ni manifiestos, ni elucubraciones; nada quedará en esa mujer del extranjero pasmado por su perseverante pregón que desde el otro punto del planeta se creía olvidado.
Quizá por pura coherencia con su inexistente pasaje, el turista dio las gracias tímidamente, apretando el pañuelo y buscando el sol para calentar el cuerpo que dirigía sus pasos hacia donde el Turismo dicta su recorrido y la multitud uniforma el incógnito.

María Elena Walsh

Author: Javier F. Noya /

Hoy vemos a la tetera,
la leche no quiere abrigo
y sin embargo
cantan todas las cigarras
en nuestro corazón.

¿Ese reino al que has partido
será como el del revés?
Esperaremos carta tuya,
como la de la vaca
que aprendió
a escribir en Humahuaca.

Hasta siempre, María Elena.