Crónicas de un recién regresado (final de visita a El Rastro)

Author: Javier F. Noya /

Arribar a un sitio, paraje o localidad, registrado y descrito en todas las guías y recomendaciones de viajeros, sólo puede dar lugar a un paseo satisfactorio que, ojo y click mediante, podría tener como único aspecto negativo el incremento del archivo fotográfico con el que se torturará a amigos y parientes al regresar. El barrio de una ciudad popular y habitada por cientos de miles de personas, en la hora y día exactos en que se debe concurrir, podría provocar gestos boquiabiertos y onomatopeyas ocasionales, fundadas en la científica confirmación de que las hipótesis, sugerencias y descripciones son tal como nos las han indicado previamente. Entonces, esa especie de novedad prevista, suficientemente interesante para no ser descartarla de cuajo, pero no tan sorpresiva para beneplácito de nuestra tranquila ignorancia controlada, jamás podría considerarse como una amenaza o, a la vista de un cándido turista, un receptáculo del espanto.


Con el ánimo bien predispuesto, emprendimos el resto del trayecto que nos quedaba entre la Plaza Tirso de Molina y las rectas calles de El Rastro, justamente en domingo, es decir, durante el día en que la famosa feria callejera se desarrolla con todo su esplendor. Desde la calle del Duque de Alba (nota al margen: todas las calles de Madrid parecen pertenecer a alguien) hasta la calle de la Ribera de los Curtidores, nos deslizamos en un recorrido sinuoso hasta que la multitud nos acorraló en el trayecto lento y apretujado de esa ancha calzada, rumbo a la Ronda de Toledo. Gozábamos ese apretujamiento; colaboraba a aliviarnos del frío junto con el sol resplandeciente y la amabilidad de los árboles, que dejaron para otra estación del año la ostentosa sombra de su follaje. Guardando las reglas de dirección del tránsito, un cauce de la masa iba hacia la Ronda de Toledo (podría decirse hacia abajo dado el desnivel de la calle) y la otra mitad en sentido opuesto, guardando fielmente su derecha y sin otra preocupación que la de cuidar discretamente las pertenencias y aprovechar alguna oferta. Entre ese fluido humano que ocultaba puntillosamente el pavimento y la vereda, los puestos se sucedían uno al lado del otro, como amarraderos que intentaban seducir a los pares de ojos transeúntes, cada quien con su argumento, bien sea por la calidad del producto, por el precio o, quizá con mayor sinceridad, por la simpatía del vendedor.


Así, este barrio que goza de una razonable tranquilidad urbana durante seis días de la semana, se altera con los pregones de los puesteros y las miradas ávidas de sus paseantes. El domingo, mientras sus anticuarios, artesanos del elogio al desgaste, se deslizan cansinos y siguen su rutina entre los muebles y otros enseres macerados por el tiempo, esa circunstancia que perfecciona la curva roída o el esmalte, ahora apenas perceptible, para mejora del precio, la bulla de los pregoneros ofreciendo sus bagatelas (no tan baratas) de cualquier especie, origen o calaña, invade el silencio del barrio y nosotros, los curiosos, nos dejamos llevar por la pintoresca oferta de todo tipo de producto, deteniéndonos por aquí, curioseando más allá, asombrándonos por algún artefacto curioso puesto a la venta o por la cantidad de rezagos de material bélico ofrecidos por doquier.


Al son de los músicos, que también se congregan en la feria para ejecutar sus piezas con distintos tipos de instrumentos, ya sean tradicionales o insólitos, fuimos consumiendo el recorrido sin prevención alguna hasta que empezamos a sentir, levemente, un malestar del ánimo, un vacío inexplicable en la boca del estómago. Esa clase de signos, enigmáticos e indescifrables., empezaron a alertarnos acerca de cierto miasma, de una atmósfera siniestra que se ocultaba tras el resplandeciente acontecer de la feria.


Pasamos por el monumento al soldado, erigido en la plazoleta del mismo nombre que esa calle tan transitada, homenaje de Alfonso XIII a aquellos que murieron por la causa que, para ese rey, justificaba la matanza en su honor. Pero ese bronce no parecía una mera evocación, un monumento que serviría, como todos, al descanso del vuelo migratorio de las aves. No sólo recordaba el heroísmo derramado para beneficio de quienes no derraman de sí mismos ni su transpiración; ese metal fundido y otrora volcado en un molde tallado en cada detalle hasta la fatiga, era algo más. Una suspensión del tiempo parecía haber dejado al soldado en un movimiento pendiente. Todo en él inducía a la marcha, así tan erguido y orgulloso, hacia una causa que sólo llevaría calamidades a sus hijos, futuros huérfanos, y a su viuda, entregada a la caridad merced a su valentía brutal. A simple vista, parecía ir alegremente hacia un frente de desahuciados que con la misma candidez y desprecio por la vida, se entregarían a la crueldad de una masa de humanos opuesta, idénticamente desconocidos y condenados como ellos, como él. Pero cada pliegue del bronce inducía una sensación que erizaba la piel con sólo observarlo y provocaba sensaciones que carecían de nombre, removiéndonos de nuestra postura de visitantes para percibir una sutil amenaza sin nombre ni ejecutor. Sus ojos pugnaban por huir, algo comunicaba que sufría un dolor que superaba el miedo al supuesto evento mortífero que su marcha de monumento le dictaba: sus borceguíes luchaban por salir de esa quietud que parecía impuesta, cada pliegue de su ropa estaba intentando abandonar ese paradójico movimiento inmóvil, intentándolo silencioso, imperceptible, solitario.


Poco hicimos por estas sensaciones. Sólo sacamos fotos y simulamos continuar urgidos por la corriente humana que venía detrás nuestro, abrazándonos, acomodando nuestro abrigo, fingiendo sorpresa por el concertista de copas de cristal, al que le dejamos algunas monedas para compensar su original ejecución.


Cuando habíamos dejado de lado esa zozobra con una impostura tal como si hubiésemos descartado una prenda de vestir que no íbamos a comprar, nos topamos con un edificio erigido en la vereda opuesta, que parecía contener lo que realmente nos llamaba la atención y nos había motivado concurrir a ese barrio. Ser miembro del Nuevo Mundo no implica solamente haber crecido entre selvas, amplias llanuras, montañas imponentes, ríos de un caudal extraordinario y la constante necesidad de escapar de la pobreza y las dominaciones crueles, foráneas o propias. Es también carecer del contacto con lo que ha formado, siglo a siglo, la cultura imperante. o único que puede rescatarse de este naufragio de objetos forjados milenio a milenio son aquellos restos de las culturas originarias, sesgadas en su desarrollo y conjunto por la cruenta imposición de la europea, al punto de considerarlas irónicamente exóticas gracias a la educación escolar y, sobre todo en el caso de la mayoría de los argentinos de la llanura, la tradición familiar, en gran medida europea y especialmente española e italiana. Por lógica consecuencia, la curiosidad se mueve hacia aquello fabricado en siglos anteriores al diecinueve, a lo verdaderamente antiguo, que contrasta con las burdas copias que suelen venderse en América.


Cruzamos la corriente humana que iba en dirección opuesta con la firmeza que otorgaba aquélla motivación e ingresamos por un amplio portal a un pasillo oscuro, con vidrieras a uno y otro lado donde comenzamos a disfrutar de adornos, muebles y distintos objetos que la inventiva parió hace siglos, depositados prolijamente en los anaqueles de las cosas inútiles pero valiosas por lo singulares y viejas. Luego se abrió delante nuestro un patio central, fulgurante gracias al sol, bordeado por una galería de comercios y anticuarios, tanto en esa planta como en la superior, a la que se accedía a través de una escalera de piedra, ancha y robusta. Cruzando todo el patio, se erguían numerosas estatuas de inmaculado mármol; reproducciones de ninfas, animales y fuentes de proporciones iguales o superiores a su modelo natural reposaban desperdigadas por allí, refractando gajos de luz. Sacamos fotos a cada vidriera, a cada objeto, pretendiendo estar abstraídos de una vibración que parecía venir desde dentro de aquellas figuras. No podíamos escapar de ese montón de mármol tallado. Proliferaban en casi todo el fondo y sus gestos y perfiles invadían cada perspectiva del lugar. Subimos a la planta superior y desde abajo nos observaba una ninfa que, aparentando vaciar un ánfora, nos miraba, nos dirigía una incomprensible súplica. Bajamos y enfrentamos ese bosque de tallas de blanco inmaculado y una figura de hombre fijaba su mirada triste en el suelo, vencido, sufriente. El león parecía guardar una furia suprema, contenida apenas en la piedra blanca. Las ninfas, en rigurosa hilera, ejecutaban una pantomima, una impostura de gracia y belleza sutil. Algo, alguien quizá, había provocado ese detenimiento, esa congelación de seres aprisionados en materiales inmóviles.. Nada parecía tener un destinatario ni un autor. Los feriantes, los transeúntes, los anticuarios, seguían sus rutinas como si nada ocurriera, como si la materia inerte sólo fuera la representación, más o menos lograda, más o menos valiosa, de seres vivos. Pero notamos que nos observaban con disimulo. Ellos sabían y sutilmente se pusieron en alerta. Uno de los comerciantes hizo una señal, imperceptible para quien no tuvo perros, y mandó a su gran danés, gris y gigante como todos los de su raza, que dejase de dormitar al sol y nos siguiera por todo el sitio. Otros se pusieron delante de la entrada de sus comercios, simulando buscar algo en el patio, inquietos, mirándose, mirándonos de reojo. Buscamos los anteojos oscuros bajo la excusa del resplandor que refractaba el suelo del lugar, guardamos la cámara de fotos y huimos hacia el tapiz humano que seguía su marisma en la calle. La sensación no cesaba aun cuando entrelazamos los brazos para sentirnos más juntos, en la precaria seguridad de que así sería menos difícil sentir daño; pero el trayecto dejó de ser apacible. El daño concreto duele, pero sólo una vez. La amenaza de daño duele tantas veces como uno se lo imagina, con el agregado de que esta sospecha, sin nombre, sin designio, sin origen ni verdugo, impregnaba de sufrimiento, también impreciso, a la carne y al pensamiento. Éramos unos nadie transitando un concurrido lugar común, una indiferencia con piernas, el anónimo perfecto que podría estar sometido a cualquier calamidad. Éramos la víctima perfecta, la que no levantará el polvo del escándalo ni será noticia de interés. Éramos nadie camino a la nada.


Nos abrimos paso para salir de allí, aun con mala educación, hasta que una conversación oída al pasar, a medias, entre puestos de artículos eléctricos pendiendo de los fierros, rigurosamente sellados en sus envases transparentes, montañas de pilas y un recodo que parecía disolver la corriente humana, nos devolvió alguna tranquilidad . Un hombre apoyado en el dintel de una puerta, manos en los bolsillos y cara que no recuerdo le decía a otro: “todo está tranquilo, los gitanos no llegaron todavía”. Entonces sentimos esperanza, una razón que podría devolvernos la tranquilidad. Esa amenaza podría tener nombre y frente al comentario, también distancia. Los gitanos, esos trashumantes rebelados del culto a lo sedentario, ingenieros de la supervivencia y la picardía, eran los eternos condenados de antemano. ¿Por qué no agregarle otro don misterioso más si la superchería les asignaba el poder de conocer el futuro o de destruirlo con sólo una mirada y unas palabras de maldición?


Llegamos a la plaza del mercado de la Ronda de Toledo, cuyos desniveles estaba plagado de visitantes que engullían, relajados por la caminata y el sol, unos atractivos emparedados bajados a la panza por alguna bebida tenida en la otra mano, entre puestos de juguetes, libros, discos viejos, y niños que esperaban con ojos redondeados por la ilusión, montículo de estampas en mano, cambiar sus figuritas por las que les faltaban. Fuimos en busca de algún comercio que nos armara el precioso manjar, mientras las palpitaciones cedían y volvíamos a sonreír, a besarnos, a disfrutar del paisaje urbano y a discutir si a la Puerta de Toledo le sacaríamos fotos con el sol delante o detrás, si querés cerveza o agua para aliviar a la garganta reseca, si volvíamos hacia el Madrid de los Austrias luego de almorzar, si parábamos en la Chocolatería de San Ginés a media tarde, merecido reparo de churros y chocolate después de tanto andar.

Haiku nuclear

Author: Javier F. Noya /

Soberbia fatal.
El defecto estalla:
el viento mata.

Ale Haiku

Author: Javier F. Noya /

Arde tu tacto.

Elige quemar mi piel.
Mis ojos sobran.