Las rutinas de Honorio

Author: Javier F. Noya /

(hipotético capítulo II)

El anochecer, en la Buenos Aires otoñal, suele parecer un momento suspendido en el aire y en el tiempo, tanto como el rocío que desafía a la gravedad flotando e impregnándose imperceptiblemente en todo lo que transita por sus calles; pero no es una mojadura tan importante como para que una buena sacudida no la pueda despejar. Así lo hizo Honorio, dejando la ventana atrás y buscando su ropaje nocturno: el pijama rayado, las pantuflas de franela y el vaso de agua (el vaso de vidrio coloreado de verde, destinado al baño desde que se mudaron allí) que ahora servía para reposar la dentadura. Decidió tomar un poco de bicarbonato: la acidez por haber picoteado un quinoto aun verde persistía en su estómago. Eso sí, no más camiseta, las tuerce y los canutos incomodan. Entró a la habitación y encendió el velador de su lado de la cama. Siempre fue ése su lado, ésa su mesita, ése su velador, cuya luz partida por la pantalla iluminaba, hacia arriba, al techo con un halo blanco y hacia abajo a la foto de Ema, joven, graciosa, gris como las fotos de esa época, delante de un fondo esfumado y con los labios retocados, más carnosos y rojos de lo que recordaba, mirando hacia un lateral superior como si estuviera esperando el anuncio de una misión divina. No recordaba qué había comido, pero ese gusto de quinoto verde, ese sabor a tierra, le provocaba acidez y saciedad. El calor que provenía desde adentro de su cuerpo y que recorría sus venas, era el reflejo de una agitación que parecía haber comenzado a menguar justo en el momento en que comenzó a recordar: el marco de la ventana, su paso agitado hacia el baño, el ponerse el pijama y las pantuflas y llegar allí, con el deseo de ver televisión y leer las últimas páginas del diario sobre la cama, sin meterse dentro de las cobijas; en fin, hasta que Ema empezó con un “metete en la cama que te va a dar un frío y te vas a enfermar”, “mañana hay que ir a la verdulería, es martes y el verdulero recibe la verdura fresca”, “llevate el echarpe que a la mañana hace frío y no olvidés la gorra” y luego “sí, Ema,”, tan cansado ahora, con la voz ronca y suave reclamando susurrante por la molestia de la enumeración puntual de lo que habrá que hacer mañana; pero, sin embargo, mientras se diluía la pantalla del televisor, cuando era el momento de dejar los anteojos en la mesita, apagar la luz y acurrucarse, escuchar la voz de Ema era como un bálsamo que lo ayudaba a dormir sin sobresaltos.

Las rutinas de Honorio

Author: Javier F. Noya /

(quizá capítulo I)

Honorio se sentó, como todas las tardes, en el banco de la plaza y a la sombra de un gomero enorme. Su amigo detallaba con seriedad cada uno de los partes médicos que lo tenían por protagonista, como todas las tardes, de corrido y de memoria, alardeando sobre su, todavía, agilidad mental. Con el resplandor del sol que entibia durante el otoño y al son de murmullo de la voz de su amigo que recitaba los rituales del colesterol, la bilirrubina, el ácido úrico y los leucocitos, Honorio imaginó que le crecían plumas verdes y azules, dispuestas para dar formas sinuosas al colorido de su plumaje y que se echaba a volar armado con un pico apto para comer frutos y robar golosinas. Sonrió cuando su amigo concluía con el relato de sus análisis, una señal de que la ciencia médica había aprobado sus cuidados y privaciones asintiendo con la cabeza, mientras se acomodaba la gorra de fieltro para no sufrir los fríos de las corrientes de aire. Todo ello le anunciaba a Honorio que estaba de vuelta, allí sentado y compartiendo la preocupación acerca de la pérdida de la vista y los dolores de la artritis, evocando para sí cómo se vería huyendo con una palomita de maíz en el pico. Luego sacó del bolsillo de su abrigo los resultados de sus propios estudios y una pluma verde con la que se ayudaba a leer cada línea sin saltar a las otras, al tiempo de que trataba de mantener las otras plumas dentro de la manga.

Voluntades circulares

Author: Javier F. Noya /


Era el momento en que quería encender el cigarrillo, ya puesto en mi boca, entrecerrando los párpados antes de que la chispa y la llama me irritaran la vista, justo con el pulgar girando la ruedita de la piedra del encendedor para que el chasquido fuera el anuncio de que después vendría la espalda contra la cama, el techo recibiendo las bocanadas de humo y nada más; pero no, el dedo pulgar tomó por asalto al medio, al anular y al meñique, ciñéndolos con fuerza para que el índice se irguiera pretendiendo un falso escape hacia la botonera del teléfono, cuyo auricular desgarrado por la otra mano buscaba alivio apoyándose en la oreja, susurrándome el lamento de su tono hasta que el índice tránsfuga marcó esa secuencia de números que no quería, como dije, porque no quería nada más que mirar el techo llenándose de nubecitas de humo, nubecitas pop, pompas de exhalación de la boca puesta para dejar salir la pitada como una locomotora vieja; pero sí, el ruido del auricular marcando el tono de la llamada una, otra, otra, otra, y luego tu voz dándome un hola de lo más involuntario, que no quería, menos después de discutir como lo hicimos, de que me dijeras que era un estúpido celoso, que cómo se me había ocurrido ir al trabajo y plantarme seis horas delante del ventanal del negocio, haciendo sombra con las dos manos como un simio (dijiste así y no sé cómo se te ocurrió eso de simio) justo ese día en que vinieron a inspeccionar desde la casa central, y tus compañeros ni te cuento todo lo que me dijeron y las turras de mis compañeras (algunas dejaron de ser amigas desde ese momento, porque hay cosas que no se dicen ni en broma y menos ahora que, encima, me van a echar porque tenía que comprender que era cuestión de imagen de la empresa, que nadie tenía la culpa pero no podía aceptarse una persona así parada frente a la vidriera –como un celópata simio estúpido, dijiste esta vez- del negocio, como si le estuviéramos debiendo algo o nos estuviera reclamando quién sabe qué, pero que no me preocupara, me pagarían todo lo de ley y me darían una carta de recomendación) y yo no tenía la menor gana de escuchar ese “hola” y menos decirte “hola” para que el cigarrillo terminara mandando la ceniza al suelo mientras la exhalación de cada pitada iba dirigida hacia cualquier lado menos al techo, y me mandaras a la mierda agujereando mi tímpano con tus gritos y el ruido de tu teléfono colgando cuando quería explicarte que sólo quería mirar al techo y nada más.

Algunas coveniencias del matrimonio

Author: Javier F. Noya /


“¿Vio que ahora se pueden casar los gays (léase tal cual se escribe)?”, le dijo Dora a Celia leyendo la noticia del diario en que venían enrolladas las flores que desde el puesto del frente del cementerio terminaban su recorrido en el florero de la tumba de su esposo, de impecable mármol blanco, situada al lado de la tumba que cuidaba Celia que mientras sacaba las hojas que el otoño dora y esparce y siempre dejan todo sucio, qué barbaridad, a dónde irá el mundo, Dora, a dónde irá, qué distinto era todo cuando éramos jóvenes, cuando me casé con Alberto, pobre finadito, ahora debajo de la tumba de este mármol rosado que le pagó el sindicato y lustro y lustro, pero qué se va a poder mantener limpio con la tierra y esas hojas secas que no paran de caer, y encima con los primeros fríos que Dora siente en los huesos y la obligan a pensar más en el reuma que en su hijito de quien quedó sólo esa foto puesta al lado de su padre, su pobre hijito héroe de guerra como dice la placa que puso la marina debajo de ese retrato que velaron como si el cuerpecito, pobre cuerpecito de mi hijito, estuviera aquí y no en el fondo del mar por esa guerra que encima perdimos y no me hable, Dora, no me hable, qué calamidad, a dónde iremos a parar y encima a nadie le importa, si no vengo yo, si no viene usted, estos finaditos estarían en el osario común, o peor, quemados, me pone la piel de gallina el solo pensarlo, y qué pasaría si nos pasa algo, eso, qué pasaría repite Dora, mientras se sientan con esfuerzo en el banco puesto justo enfrente de las tumbas de los finados, quién vendrá a cuidarlos, qué será de nuestras cosas si nos pasa algo, quién sabe.
-¿Y si nos casamos?.
– Por qué no.

HERENCIAS

Author: Javier F. Noya /

Un lunar viaja por el tiempo. Un simple lunar, un tejido oscuro que se distingue sobre la piel, guarda en sí mismo el afán de perpetuidad que tanto nos desvela. Se revela con la obviedad de lo cotidiano y, sin embargo, no deja de sorprenderme. . Es tu piel la que aloja ese punto distintivo, que lo veo a tu izquierda, debajo de la nariz y sobre el final del pómulo, exhuberante cuando se contrae tu rostro riendo; una señal que atrae mi mirada cuando te observo, cuando prefiero creer que la perennidad de este momento es posible. Sí, sé que lo creo ahora, plácido disfrutando de tu relato del día, de tu voz que dirige hacia mí la ternura de sus palabras. Reconozco en esta nube mecedora de mis tensiones ese punto que trasciende este momento mientras nos tiramos en la cama y desparramamos el contenido de las cajas. Se despliegan las fotos como el relato desmarañado de una historia que sigue un curso ignorante de su inicio como de su continuidad. Sin embargo, esas marcas, esas sonrisas coloreadas de sepia que algo transmiten, esa tía abuela y esa tía que se distinguen por la redondez de su rostro, el arreglo de su tocado (siempre con esa tensión de horquilla puesta a último momento) para que me mires y me sonrías con sus rostros y ese lunar sea el heraldo de otros tiempos dispuestos a vivir contigo.