VASOS COMUNICANTES

Author: Javier F. Noya /

Ese olor de hojas secas, imperdonable, fustigó su ánimo hasta que estalló en un “¡vagos de mierda! ¡no se ponen ni a barrer!”. Refunfuñó un poco más, mascullando alguna maldición contra los enfermeros de la noche, las enfermeras del día, el director del geriátrico y, ya que tenía tiempo, el gobierno de turno, el inmediato anterior, el de principio de siglo y el de la Revolución de Mayo. “Tengo que cortarle el pelo y esa barba, don Jaime, ya están muy largos”, le había prevenido la enfermera de la tarde el día anterior y ahora, desparramando las hojas ocres con las puntas de sus zapatos como un barco corta el agua a su paso, venía hacia él, fuente en mano. “Por qué no me corta las pelotas y se acabó”, pensó el anciano, mientras concentraba su mirada en la punta del bastón que reposaba entre sus piernas. La enfermera apenas lo saludó, y con una ternura mecánica, profesional, desplegó una toalla delante para atarla en su espalda, disponiéndose a cumplir su promesa laboral. “Si hubiera sabido lo que me esperaba”, pensaba el viejo, “me hubiera contagiado alguna venérea en los puteros de Pichincha ¡carajo!...Hubiera sido inútil, me hubieran encajado un par de pichicatas y a joderse y vivir de nuevo”, para resignarse ante el tacto de la enfermera que, con su delicadeza estudiada, calzó en una mano la tijera y en la otra blandió un peine con el que acariciaba las puntas de los cabellos y se preguntaba retóricamente si estaba allí ese remolón o dónde estaba esa cabeza hecha un hervidero de mal humor y recuerdos, con las palabras condenadas a apelmazarse en la boca antes de que salieran, para dejar pasar como en un juego de “martín pescador” unos quejidos murmurados que nunca llegaban a ser el ruido estrepitoso de un hombre resistiendo hasta la obcecación para mantener una dignidad perdida de antemano. El poco pelo cortado bailoteó en el aire hasta que fue a parar donde las hojas acolchonaban los pasos, aumentando las quejas del hombre que seguía exigiendo que limpien toda esa hojarasca, porque no sabían quién era y ya iban a ver cuando él hiciera esas llamadas que le prohibían hacer desde aquí por orden de un impertinente e imberbe medicaducho, que podría ser su nieto aun en pañales, y que no quedaría nadie en pie en este hospicio maldito al que se le agregan ahora sus propias maldiciones, una cárcel disfrazada de lugar de reposo en la que no brilla el sol y que lo dejan siempre ahí, sentado en una silla con ruedas, atado y rodeado de esa charca de hojas secas que nadie limpia, y que vienen a cortarle el pelo, todos los días vienen a cortarle el pelo como si le creciera eternamente, él que elegía su peluquero de la lista de los más selectos de la capital, él que era un hombre hacendado e influyente que los borraría a todos de un plumazo con sólo hacer una llamada que le niegan y le niegan, como el levantarse de esa silla con ruedas entre los árboles desnudos y grises, tal como los había visto antes de que le ajustaran la cabeza para que quedase mirando sólo la punta del bastón como si fuera un símil de Prometeo, condenado a quedarse eternamente quieto, una estatua de un viejo en pijamas en un parque, sentado en una silla con su bastón inmóvil entre las piernas, pensativo y detenido, él que era tan influyente, tan importante y ya verían, ya volvería a moverse y todos tendrían que persignarse y rogar por su suerte, ya se lamentarían cuando se pudiera volver a mover, lo que deseaba que ocurriera luego de escuchar las confesiones de la enfermera que con voz suave y al ritmo lento de un corte de pelo que le servía como excusa para quedarse allí, detrás de él, revelaba todo aquello que nadie habría de escucharle justamente a quien no podía emitir palabra.

Homenaje (con dolor)

Author: Javier F. Noya /

CERATI


El cuerpo hecho alambres,
viviendo como si fuera vicio,
indefinidamente.

Tu voz niega la muerte
y repta por la anchura de tu frente
la marca de lo que te aplastará.


Aunque trates de huir
refugiado en otras caras
en otras voces que te admiran
la pira ritual
te aferra
y el filo del sacrificio se hunde
en la piel de tu talento.
Se obtiene paz
de aquello que se desangra.


Volcaste la vida
sin saltar su derrumbe
y los símbolos te pudren
para sacar de tus despojos
los últimos fluidos
que los alimentan.

Son insectos
los que se nutren,
reptan y te ahorcan
suben y carcomen tus ojos
y la indeferencia del feligrés
oculta con los alaridos
los lamentos de tu alma.

Hay más dolor
en lo que te queda
que en la muerte.