¿Qué matarás hoy?

Author: Javier F. Noya /

El arte de matar exige, primero, elegir la herramienta. En ese trance, todo artefacto es útil, inclusive la palabra. Y pienso en palabra porque pistola, bomba, cuchillo, faca, limpiavidrios, martillo, hacha, tenaza, cicuta, lavandina, toallón, sábana, cianuro, vibrador, lubricante, automóvil, tren, bate, semillas de manzana, garrote, filo serrucho del tramontina, bombachita o portaligas, son sólo un ejemplo del universo de armas letales, que presumo infinito.

Abundan los ejemplos de palabras que sirven a la noble tarea de aniquilar a la víctima elegida ; pero esputar cornudo en la narices de un engañado cardíaco, o despedido, suelen ser letales al instante, y ni hablar de una de las palabras más homicidas que habita el diccionario: fea.

Puestos a la tarea de matar, hay que matar bien o morir en el intento; por eso toda muerte lleva a la propia, pone en riesgo la delgada cornisa de la tranquilidad y nos permite sentir de cerca lo que nos pasará algún día. Quizá éste sea ese día y aquí, tan atentos escuchando y parloteando, brindando y acomodando la lengua que intenta escaparse con su culo escaldado por el ardor etílico que sube del estómago, sea el último momento en que hablaremos de la muerte, o de matar. Por eso hay que matar apurado, no vaya a ser que nos quedemos con las ganas.
En tren de matar, esta noche me subo a los carriles de elegir una víctima por vez, por pura pereza y para hacerlo bien. Recorro los vagones del rencor y elijo con lascivia a la impotencia. ¡Voy a matar a la cándida impotencia que ocupa nuestro territorio más fértil con el sigilo de una víbora y la eficacia de un sable samurai! Esa maldita, que a veces ataca en la intimidad y se apodera de nuestros atributos más queridos, es una conquistadora implacable, macabra, posesiva como pocas y pérfida como no hay dos. Matar a la impotencia estrangulando al rollo de números, matar a la impotencia con una balacera cuando se esconde bajo mostradores, matar a la impotencia con un matasellos cuando se parapeta detrás de las ventanillas, matarla con un taco aguja cuando empuja hacia delante el fiel de la balanza, comerle la lengua cuando nos dice “qué querés que haga”, desangrarla cuando nos da la razón y nos manda de vuelta, hundirle el estómago de cien cuchilladas cuando nos posterga el último tren, hacerla volar por el aire cuando nos pide disculpas por las molestias ocasionadas, desollarla con una trincheta cuando nos pega el auricular a la oreja por horas, abrirle la tapa de los sesos con un martillo cuando se apodera del último turno, envenenarla con sildenafil cuando pretende ocupar la habitación, o empalarla cuando cancela la próxima cita, son algunas de las maneras con las que daría fin a esta obediente ciudadana de la República de Impedimenta, una logia macabra que intenta apoderarse del mundo imponiendo la dictadura del call center y la ignominia de la falta de un requisito. Eso sí, por supuesto, si puedo sacarla de la trinchera que cavó en mi entrepierna.

Dejemos las cuentas claras para otro momento

Author: Javier F. Noya /

Dejemos las cuentas claras para otro momento,
que de cuentas la calle está colmada
y pese a las barras prolijas de la senda
no hay peatón que no zozobre en su teclado.

Lo palmeará el cenit que refleja el alquitrán
y deseará yacer a la sombra de un anuncio:
el ardor sin amor pregonará sonriendo
que nada refresca mejor que endeudarse más.

Intocables pitonisas de magnífico magnetismo
leen el destino guardado en tu tarjeta
y trazan la frontera que cotiza sin postor
entre el cielo de comprar y el infierno del sin límite.

La suerte anida agotada en mesas de saldos
después de esquivar los dardos tesoneros
que la prosperidad le disparó sin pausa:
no hay piedad cuando es día de vencimiento.

Aquí planto un banderín saturado de palabras
como atalaya valiente del día innecesario
que anuncie la derrota total de las ganancias
a mano de nuestro bando, las honrosas pérdidas.

No es de esperar fanfarrias ni homenajes elocuentes
para este final esquivo del código de barras
que analfabeto de todo láser o registro
alimenta, clandestino, a la débil esperanza.

Comentario a "Cuerpos en venta"

Author: Javier F. Noya /




Me has pedido comentario y más que pedido ha sido obligación hacerlo después de verlo. en esa paradoja del nombre propio y la representación, la fantasmagoría del terror de ese tipo de abuso y violencia te desplazó entre la inocencia refulgente de las víctimas. Una línea, un camino, trazado y alfombrado por ese derrame de blancuras simbólicas. Fuerte son las imágenes, fuerte es el enfrentamiento a esa otra oscuridad, menos espectral, de la representación de la brutalidad, la ignominia, la violencia, el abuso, de todo aquello que flagela al ser humano con el propio ser humano. Y el final, de avance, ritmo y participación, emociona, expone que luchar no es melancolía sino pulso, camino, caderas zarandeando el aire, vida. Nos queda en ese otro escenario que es la cotidianeidad la gama de grises, como si la inocencia, la blancura, fuera una falta. Besos y gracias por sugerirme esta vista.

En primera, segunda, tercera persona y en todas las personas

Author: Javier F. Noya /

Exhalo el humo, dejo caer la brasa en el cenicero que se llevará su luz, su buena noche que aplasto sin compasión ni interés. Dejo que se haga ceniza hermana del resto que se oculta en la oscuridad, el disimulo en gris que queda después de haberse consumido la vigilia o un sueño, lo que queda de lo que vivimos esta noche, ayer, hace unos años, cuando nacimos. Todo queda esperando que, de vez en cuando, toque la puerta a la conciencia y nos presente su credencial de recuerdo, que lo dejemos pasar con la misma candidez que una anciana abre su casa a un hombre en mameluco, bajo el pretexto de ser empleado de la empresa de gas que cumplirá el cometido de golpearla, asaltarla, quizá dejarla viva y maltrecha, con la inocencia desflorada, con la violencia que ahora el sueño aleja de tus emociones que flotarán plácidas por las imágenes de tu subconsciente, tu ello y más allá; qué sé yo si no soy psicólogo, ahora que se abrió la puerta y recuerdo, el desierto de un lugar que era mi hogar y será la imagen vacía de un local donde yacen una guía de teléfonos ennegrecida y una máquina de escribir rota, donde todo retumba como si quisiera llegar hasta aquí, treinta años después, como si no hubiera sido suficiente dejar esas cosas allá, y me asaltaran otra vez aprovechándose de este silencio que ya no acompaña el rumor en sordina del papel quemándose, este pretérito inmediato tan gris y menos perceptible que el humo subiendo en el rincón de una habitación, sin ninguna presencia que detenga tu mirada en el ascenso sinuoso y difumado que se perderá en el techo, un cielo de concreto que amenaza con aplastar lo poco de espacio que queda entre la pesadez del aire de aquí adentro y mi respiración que ruega huir, porque ya es un hecho que no hay esperanza para encontrar el tesoro de esa palabra de aliento que tu padre ya no te dará, el regazo que tu madre prolongaba por toda la casa cuando te miraba y sabía lo que necesitabas; porque tu madre era regazo, era el gran útero que extirparon de estas paredes el día en que debiste partir y me dejaste mirando cómo se hacían mustias sus miradas y sus silencios cargados de una resignación que está acumulada por cada rincón, por más que los empleados digan que estornudan por culpa del polvo que hay acumulado, como si no pudieran distinguir que aquí nadie puede respirar en paz porque la soledad se apoderó definitivamente de toda la casa, de cada recuerdo, de cada objeto que tuve que inventariar para que se lo llevaran a los camiones de mudanza y los manipulen esos brutos que carecen de delicadeza para distinguir una porcelana de una cerámica, una solapa de terciopelo de un saco de lana, de lo que significa esperar toda la vida lo que ahora se define inexorablemente como carencia, resignándome a la palabra desoída, a haber deseado la vergüenza de algún reproche antes que la moral intrascendente del silencio, de ver al hombre sentado entre sus textos y sólo entre sus textos, cancerberos de tu atención, que te mantuvieron absortos entre sus renglones hasta el momento en que todos decimos adiós sin intención, y que crearon ese muro de papel, cartón prensado, y preciosas filigranas que descansa sobre el otro muro, siempre inerte, del edificio, un castillo sin almenares donde tu mundo ingresó alguna vez sin tender puentes, que ante la frontera celosamente guardada por ellos yo seguía con fe devota y perplejo cada movimiento de tus pestañas, la forma de acomodarte los anteojos, el cruce de tus piernas, la combustión del tabaco en tu pipa, y tus cejas arqueándose en la única muestra de admiración que supe registrar, mientras el pequeño simio seguía jugando al avión o te mostraba la pelota que nunca devolvieron tus pies lectores, ni gritaron alguna orden para ir a buscarla, ni supieron desbordar este ruido de cajas y canastos crujiendo que parecen ser la única voz tuya, el único timbre de voz que mi memoria puede recordar, aun cuando el empleado me requiera qué hacer con todos esos libros, ya vencidos, que no se yerguen orgullosos para atraparte entre sus capítulos, sus frases, sus páginas y sus lomos encuadernados con cuidado y primor.“Tírelos”, es lo único que puedo responder, molesto porque sólo quiero encender otro cigarrillo en la ventana, ver el paisaje, respirar un poco de aire, mirar la vereda con los empleados cargando y descargando y riendo, contentos porque al final de las jornada los esperaba un suculento asado, porque habían conseguido bastante para encender el fuego.