Prosas poéticas (con destino preciso)

Author: Javier F. Noya /

Escribo con nuevo trazo. Lo expreso como una novedad que se esparce por mis venas, un nutriente que esparce hacia el aire las cavilaciones profundas que danzaban tristemente bajo el reflejo gris de la respiración rítmica y rutinaria, forzándome al siniestro equilibrio de mi paso por el hilo delgado que separa a la vida de la muerte.

Este trazo es fino, audaz, elegante y discreto. Tiene la semblanza de la naturalidad, el garbo de la espontaneidad y las menciones tácitas del bienestar. Se desliza como corriente sin dique, como brisa en la llanura, como el saludo dirigido a alguien querido. El fulgurar de tempestuosos adioses no es más un paisaje inexorable, ni tampoco el irritante dolor del sentimiento herido.

Una mano que desliza los calores del amor dejó en mi resguardo que este trazo fuera su grafía. Me lo regaló porque sí, tal como se dan las cosas más trascendentes. Haré honor a este delinear palabras con la primer mención, como un inicio sustancial, el basamento sobre el que se edificará la morada de la esperanza, de que tus ojos sean mi reposo tibio cuando mi pulso se canse, tu abrazo la cobija más suave cuando me hagan tiritar las zozobras y tu boca sea el aliento de mi felicidad.

Sí, este trazo se suelta del detalle suspicaz, y se apoya en la ofrenda diaria del amor. Este trazo es una enseñanza que se aprende a medida que se prosigue. Es una bella continuidad, un absurdo que se ríe y un poema que se escribe para el próximo abrazo, la mejor de las letras que conjugan el amor, el verbo y la vivencia.

Hoy te dedico este trazo, pues me diste la herramienta para que pudiera deslizarlo. Es la belleza de esta gratitud sencilla la que me motiva a recorrerlo con avidez, esperando la mayor de las inspiraciones: hacerte feliz.

Te amo sin dilaciones, y la pasión que me arrima tu presencia es una hoguera que ruego nunca se apague. Dejo que fluya este obsequio para que seas en esta ausencia temporaria la musa, la ninfa, la metáfora, el sueño.

Menos uno

Author: Javier F. Noya /

Uno es la vida
que comienza a crearse en síntesis.
Uno es cosa y palabra
que se buscan y se pierden en peros;
entonces,
más que esperanza
ruegan por tiempo.

Uno se cuece
en caldos bebidos sin gusto
y digeridos sin ansiedad;
en esa rutina
se define lo primero.

Aunque las ansias se recalientan
los hijos venidos
se alimentarán con idénticas mentiras...
Las verdades parecen pobres
siendo sólo uno.

Los héroes
y los déspotas
jamás suman de a uno.

El presente acusa
y el sueño es el fugitivo.
Entonces se mira
a medio vivir
y todo cuanto pueda decirse
se pronuncia
en el idioma de los otros.

No creo en las palabras

Author: Javier F. Noya /

No creo en las palabras.

Se disfrazan,

caminan flanqueadas

por falanges de interjecciones,

se detienen en todos los atrios

y reverencian cualquier mayúscula.

Abrazan con la ironía

y ahuman con metáforas previstas,

abandonándonos en las puertas

de los laberintos de la redundancia.

Enceguecen con los reflejos

de imponentes tipografías

y participan de la cofradía

que propaga el falso paraíso

que se compra en cualquier acento.

Desfilan con fervor castrense

blandiendo adjetivos que ocultan

la desnudez de los nombres,

justificando la imposición

de los enfermos eufemismos.

Pero no me preocupo tanto.

Toda revolución cabe

en un punto aparte.

Las rutinas de Honorio

Author: Javier F. Noya /

(Probable epílogo angustiante por lo que vendrá después, obvia y absolutamente ignorado)
Honorio se acomodaba los anteojos de grueso marco negro una y otra vez, inquieto porque su amigo insistió en acompañarlo hasta su casa, luego de haberse saludado y pasar revista a la compra. No era oportuno ya que, una vez que dejare las cosas que Ema le había pedido que comprase a último momento (una crema para manos, su champú, guantes de látex para proteger las manos), se abría un intervalo habitual en su lucidez del que acostumbraba regresar con las energías renovadas, algún sabor a lombriz en el paladar y el cuerpo caliente, rebelado de los cuidados de abrigo con los que Ema lo sermoneaba cada noche. Pero no tuvo más alternativa que la de cargar las bolsas de plástico y caminar junto a su amigo las dos cuadras de trayecto desde el autoservicio del barrio hasta la entrada a su edificio. Cuando Honorio apuraba la despedida merced a la puerta de entrada, de riguroso y transparente blindex, abierta por la salida de un vecino, su amigo recordó gracias a una ruidosa palmada en la frente que necesitaba la amoladora porque debía cortar con urgencia unas cerámicas para remplazar otras que se habían despegado del baño, que con esta humedad y los materiales que ahora vienen tan malos era un problema habitual, no como antes que se pegaban para siempre y sólo podían sacarlos a puro mazazo y cincel. Honorio no tuvo más remedio que dejarlo entrar y elucubrar razones de peso para que Ema no se molestara por la intempestiva entrada de su amigo, pues seguro se ofuscaba, imaginando que lo traía a cenar sin aviso y que la comida no alcanzaría y cómo se le ocurría traer a alguien sin avisar y no había disculpa que valiese, convirtiendo al noticiero de las ocho, visto como ritual de sobremesa durante treinta años en el mismo canal y con la misma pareja conductora que terminó siendo matrimonio después de tanto tiempo de trabajo juntos, sería un rumor de fondo para los sonidos estrepitosos de los cacharros que servirían de base rítmica a la quejosa y estruendosa melodía de la queja de Ema, pero no fue así. Abrió la puerta del departamento bajo la mirada compasiva de su amigo, que tomó las bolsas que llevaba Honorio para que pudiera manipular el manojo de llaves; ingresaron, primero el dueño de casa presto a apaciguar el posible ánimo alterado de Ema, que estaba en la cocina como había previsto, cocinando como en todos los atardeceres de invierno. Se dio vuelta y le hizo señas a su amigo para que llevara las bolsas al baño, pero éste no hizo caso. Meneando la cabeza se quedó allí, estático con las bolsas colgando de sus brazos, en el medio de la sala, mirando fijo a los ojos de Honorio. “Mirá bien”, le dijo señalando con la cabeza la cocina, gesto que Honorio no entendió pues en la cocina estaba Ema cocinando y qué otra cosa quería que viera, si Ema, allí con su falda tableada, allí yendo de un lado de la mesada a otro (no se oía nada; ni el tronar del metal, ni el repiqueteo del cuchillo picando en la tabla, ni la caída del agua en la pileta de lavar), allí grisácea como en la foto de su mesita de luz y con los labios carmín, bien resaltados, y su pelo recogido, preparaba la cena, allí donde a través de su vestido podía verse el color de los azulejos, alli Ema, allí debía estar Ema;, pero su amigo insistiendo en que mirara bien, y mirar era no verla, y no poder saber cómo era no verla, cómo estaba allí una especie de figura vaporosa con la falda a tablas que Ema tenía puesta el día que salieron juntos por primera vez, pero ahora gris como la foto, como ella pero que era vapor y parecía que no estaba y pidiendo con la voz entrecortada la comprensión de que Ema estaba allí, hasta que su amigo, compasivo, como si quisiera palmearlo en el hombro, o abrazarlo, si no fuera porque todavía pendían de sus manos las bolsas, para contener toda la perplejidad que sobrevino a sus palabras, dejaba que una exhalación profunda susurrara la frase indefectible: “hace dos años que se murió, Honorio ”. Entonces trató de retomar el hilo de la historia que hilvanaba a las cosas para que fueran lo que eran, haciendo que el presente se forjara desde esos vellones verdes que comenzaron a crecerle a Honorio mientras el cura daba el responso frente a la tumba abierta de Ema, una gran boca de tierra que engullía hasta la luz y que digería la impotencia de una súbita desaparición de su amada de toda la vida, la misma que ahora se iba desvaneciendo delante de él aun cuando irrumpió a la cocina para negar lo que decía su amigo, para demostrar que era posible ser gris y tangible, que allí estaba, que venía del dormitorio, al que fue corriendo para corroborar que sólo su lado de la cama tenía sábanas, sólo su mesita de luz tenía un velador y la foto de Ema, que el lado de Ema sólo tenía telarañas y polvo que cubría pilas de tarros de crema, champúes, jabones y perfumes, que mientras echaban tierra en la fosa prefería ver los pájaros, tan apacibles, tan único deseo de darle sentido a la vida como el vuelo de las aves, mecidas por los vientos y migrando hacia el ciclo continuo de la vida, y él allí, con su amigo que había dejado caer las bolsas y le tomaba un hombro, detrás de él, llevándolo despacio hacia el pequeño patio, señalándole que ya era el momento, ayudándolo a sacarse el sobretodo, el sweter, la camisa, los pantalones, los zapatos, las medias, los también inútiles calzoncillos, lentamente como corresponde a las despedidas inevitablemente dolorosas pero necesarias, sin lágrimas que no resultaba necesario verter porque ya se había demorado demasiado lo que habría de ocurrir, hasta que se desplegaron las alas y un chirrido acompañó la elevación del pájaro de plumas verdes y azules, que pasó velozmente al costado del edificio asustando con sus graznidos a algunas vecinas que se asomaron a la ventana e increparon al señor del patio que batía los brazos y gritaba de alegría e indiferente a los comentarios de que seguro que eso es lo que había espantado a ese hermoso pájaro, pobrecito, qué barbaridad, cómo tratan algunos a los animales, con qué cosas se divierten algunos, aullando y batiendo los brazos y moviendo el rabo que, de la alegría, se había desplegado hasta romper la costura del pantalón..

Las rutinas de Honorio

Author: Javier F. Noya /

(salvaje capítulo V)
Entrar al departamento de su amigo despertó en Honorio una sensación de zozobra novedosa, una especie de vértigo incipiente que nace al saber que uno se encuentra próximo a un precipicio; pero cuál sería éste si estaba traspasando el largo pasillo de puertas a cada lado para tocar el timbre del departamento H, detenerse, como siempre, delante de esa puerta color tiza y hollín acumulado por años hasta que su amigo la abriera y lo hiciera pasar directamente al living para comer la picada de principio de mes, ya dispuesta en la mesa vestida con un mantel a cuadros verdes, en el que cada recuadro alojaba un platito, allí con salamín picado fino, allá con aceitunas verdes, más allá con las rellenas (de morrón y de pescado, qué delicia), para aquel lado las papas fritas, para el otro los palitos, más acá las rodajas de pan, y en el extremo de la mesa el vermouth y el sifón de soda. Sintió perplejo esa frialdad que anuncia el peligro, evitó sacarse el abrigo por las dudas y continuó la charla con su amigo, que estaba muy contento porque el traumatólogo lo tranquilizó de aquellos dolores de cintura y le dijo que la artritis no avanzaba, afirmándole que estaba fuerte como un roble y, como prueba cabal para convencimiento de Honorio, se sostuvo con sus brazos en el borde de la mesa hasta quedar paralelo al piso, rígido como la botavara de un velero, aunque con esas pantuflas de franela y el pantalón que le sobraba por todos lados (ahora que la perspectiva de su postura había cambiado, se notaba aun más) parecía más un payaso grotesco que un ágil integrante de la tercera edad. “Si tenés frío dejo la ventana cerrada, no vaya a ser que te agarre una pulmonía”, dijo su anfitrión recuperando la vertical y procediendo a juntar las hojas del ventanal que daba a un balcón estrecho, al mismo tiempo que llamaba a Tigre, su gato color dorado, para que entrara porque el día estaba gris y no faltaba mucho para que lloviese, recitando tras cartón el listado de pastillas y ungüentos para la tos, la congestión y los muy probables catarros que vendrían después de esa sensación de frío de su visitante. Honorio se sentó en la cabecera y comenzó a engullir los ingredientes con una avidez inusitada, sin esperar, como siempre, que se sirvieran los vasos con el vermouth y dos chorros de soda. El gato, al entrar a la sala, lo miró, esta vez sin ese abrir redondo de los ojos que claman por una caricia que empiece en la cabeza y siga por todo el espinazo hasta el último extremo de la cola, bien erguida, arqueándose para pasar una y otra vez por los mimos y a la espera de recibir algún bocado, en especial de las aceitunas rellenas con pescado. Esta vez sus ojos parecieron rasgarse más; sin sacarle los ojos de encima, se desplazó rodeando a Honorio con sigilo, deslizándose cerca de las paredes y con las patas un poco flexionadas, hasta que subió a un sillón y de un salto a la parte superior del aparador, puesto a un costado de la mesa y contra una pared, para recogerse sin ronronear ni esconder las patas debajo del cuerpo, como siempre hacía para hacer una breve siesta; seguía observando, y a cada movimiento de la mano de Honorio que atacaba con premura los platitos, el gato levantaba sus cuartos traseros como si fuera a pegar un salto, ya sea que se extendiera para tomar una papa frita, unos palitos o sorbiendo un trago del vaso, hasta que Tigre y Honorio se miraban entre ellos y el anfitrión pasaba a ser una voz lejana que detallaba los remedios caseros para los dolores lumbares que le daban tanto resultado. Honorio cada vez temblaba más, hasta que él y su amigo concluyeron al unísono que sería mejor se fuera a su casa porque seguro que se estaba engripando y que sería mejor así. Cada uno apuró la despedida, el amigo para evitar contagios y Honorio para que no le estallara el corazón, quien se levantó sin correr la silla y se fue abriendo y cerrando la puerta con rapidez, sin darle tiempo a Tigre, que se estrelló contra la puerta dejando del lado interior las marcas de sus garras y soportando los gritos y quejas de su dueño que no entendía qué cuernos le había pasado a su gato, mientras el indiferente felino volvía a subirse al aparador y su dueño se preguntaba si le pasaba lo mismo que a él, que no soportaba la gente enferma. Honorio se subió al ascensor, luego de recoger algunas plumas verdes que se le habían caído del susto y resoplando para que su corazón volviera a latir sin pánico.