Las rutinas de Honorio

Author: Javier F. Noya /

(imprevisto capítulo IV)

“Hay que estar siempre temprano. Ya pasó una vez y uno, acá, nunca sabe”, dijo el más anciano de la fila, encasquetado con una gorra de fieltro gris y el índice erguido, arqueando hacia arriba las cejas que sobrepasaron la gruesa línea negra del puente de sus anteojos y con la erudición adquirida por las décadas de apostarse en la puerta de los bancos dos horas antes (por lo menos) de su apertura, una precaución necesaria porque podría darse el caso de que se quedasen sin dinero y no les pagasen sus pensiones, siempre míseras. Todos asentían, inclusive Honorio, pero su atención se centraba en la bolsa de plástico de la señora ubicada delante de él. En todos estos años, variaron pocas cosas: la fila hacia la línea de cajas se desplazó al cajero automático y de ser necesarios los documentos de identidad y la firma del formulario de extracción, se hizo imprescindible mantener actualizado el aumento de los anteojos, para no equivocar la tarjeta débito con alguna de descuento y para poder leer las instrucciones de la pantalla. “Pero la cola hay que hacerla igual”, afirmaba el hombre, puesto que al inicio del día los cajeros nunca tenían dinero y se recargaban al comienzo del horario de atención al público, “lo cual es una muestra de que no tienen plata”, proseguía el elocuente y suspicaz octogenario. Honorio mantenía respetuoso silencio, esperando su turno y atento a esa bolsa que observaba de soslayo, hasta que las miradas se rozaron y la señora, canosa, pequeña, y envuelta en numerosas prendas de abrigo que la daban ese aspecto opaco y rollizo, despejó su aburrimiento resoplando penurias y describiendo los dolores de cada uno de los juanetes que habían invadido sus pies. Poco a poco, fue dejando traslucir su amor por los pájaros (esa bolsa contenía entonces lo que Honorio preveía) y vaya a saber hasta cuándo podría comprarle el alimento con lo que suben los precios y la jubilación que no alcanza, mientras Honorio repetía las mismas frases amables y condescendientes que Ema tanto disfrutaba a la hora de creer que tenía razón, ante el posible cambio de dieta de los pajaritos que deberían contentarse, de seguir así las cosas, con cáscaras de huevo, restos de zanahoria y de manzanas y algún grano de choclo que sobrara y, así, la anciana desgajaba confiadamente sus pesares (Honorio tragaba saliva y sentía cómo sus tripas resonaban de hambre) hasta que llegó el momento en que le pidió que por favor le tuviera la bolsa para sacar la tarjeta de la cartera y los anteojos (no había que olvidarse de los anteojos), porque a veces no se acordaba qué estaba haciendo allí y no era cuestión de estar demorando más este momento, con el frío que hace, accediendo Honorio de buena gana a sostener esa bolsa con paquetes de semillas para los pajaritos de la señora (hubiera llenado una botella con la saliva que tragó) que hablaba y hablaba y revolvía su cartera evocando las enfermedades de su marido, las pastillas que necesitaba para dormir y los hijos “¡ay los hijos!” que son una maldición para una que dejó la vida por ellos, ingratos que no llaman ni una vez por día para saber de sus pobres padres, meneando la cabeza y revolviendo hasta que apareció la tarjeta y encontró casualmente con la otra mano el cordel con el que había colgado los anteojos de su cuello para no olvidárselos poner y que no recordaba habérselo puesto, “mire qué tonta los buscaba en la cartera”, dijo sonriendo, hasta que le tocó el turno de entrar al cubículo del cajero y hacer su extracción, saludando luego, con la breve alegría que ocasiona tocar un poco de billetes, hasta la próxima fecha de cobro. Honorio saludó amablemente a la señora que ya no recordaba su nombre, entró al cajero, dejó la bolsa a un costado, hizo su extracción, retomó la bolsa y se dirigió hacia la plaza del barrio, saludando como por acto reflejo al señor que esperaba entrar luego de él, de quien no conocía su nombre pero, como a todos, lo había visto en la fila más de una vez. No faltaba mucho tiempo para la hora del almuerzo.

Cadena alimenticia

Author: Javier F. Noya /

Está por amanecer. Por la autopista Lugones despuntan los primeros violáceos. Una figura adosada a la robustez de un Eucalipto del parque Tres de Febrero, despabila su quietud flexionando el brazo con el que lleva el cigarrillo a la boca. Ya no mira hacia uno y otro lado, sabe que es inútil. Esta noche ya pasó y queda el regusto de contabilizar lo que se ha hecho, una lista que contendrá lo necesario para volver mañana, jamás para nunca regresar. Odia ese momento donde todo molesta: las botas, la peluca, el corsé ajustado, el maquillaje; todo se pegotea más que la baba de los clientes y el lubricante de los forros. Hoy fueron dos, bucales, con globito, obvio, a dos cerdos con olor, pero en el auto, bastante rapidito y sin tanto toqueteo. Ahora va a pasar el patrullero, con sus luces azules dando vueltas; ya son las cinco y media. Llegarán los taxis para llevarlas de regreso; hay que compartirlo para que dure la plata, para volver mañana, para comer algo y comprar maquillaje y dormir, para pagar las llamadas de teléfono a mamá y al novio que espera su vuelta al pueblo después de estudiar tanto. Y pica la peluca, llega un auto de improviso con tres tipos; ella fuma, se baja uno, se dirige hacia donde está ella, duelen los tacos y se pegan las medias con el rocío, éste camina muy rápido y los otros se bajaron pero se quedaron al lado del auto mirando para todos lados, y con las manos en el buzo con capucha se le acerca y ella ya está evaluando cuánto le puede cobrar a él y si son dos o los tres depende, cuando la encañona y le dice que le de toda la guita puta de mierda que necesitamos merca carajo dame la guita, y le pone el cañón entre las costillas mientras ella abre la cartera y no conforme le pega con la culata en la cara y ella cae sentada, apoyada en el eucalipto, puta de mierda dame la guita, te quemo acá, mientras pasan las lucecitas azules que ella pondría en su habitación porque le gusta esa cosita psicodélica que dan girando una y otra vez en ese tono que tan bien le sienta a los brillos de la ropa, mezquina de mierda te quemé, y el patrullero pasa y mira y los policías menean la cabeza porque estas chicas ya quieren laburar de día, qué insacibles, con el lío que se arma en el barrio con los vecinos.

Las rutinas de Honorio

Author: Javier F. Noya /

(previsible capítulo III)
Honorio hubiera jurado, aun cuando lo hubieran enlazado en potros de tormento o puestas las manos sobre brasas ardiendo, que no podía recordar cuándo se arrodilló frente al altar y se persignó para salir de la misa de nueve, ni tampoco cuándo se fueron en paz dando gracias como era costumbre; pero allí estaba, con el número 54 en la mano esperando ser atendido en la fábrica de pastas como cualquier domingo que se acercaba al mediodía después de haber ido a misa, mas esta vez con un reflejo de contracción en su abdomen todavía tensado y unas palpitaciones que se hacían cada vez más esporádicas, como si hubiera sufrido flor de susto; un terror que, seguramente, no hubiera padecido si Ema lo hubiera acompañado a misa como era habitual. Pero Ema ya no salía de la casa y Honorio tomó la costumbre de ocupar uno de los asientos del fondo del templo para no llamar la atención, dejándose llevar por el sonido de los rituales de misa, las oraciones y cánticos que la memoria desparrama en el murmullo general en respuesta o pregunta a la arenga del párroco, en la penumbra sigilosa de las últimas hileras de bancos de la iglesia, hasta que, sin saber cómo, vio (hubiera jurado que vio, también bajo tortura), el paisaje del barrio desde la cúpula, vidriada para que una columna luminosa se apoyase en el altar, como si proviniera del propio trono del Creador y bajara cual llama pentecostal hacia la radiante testa de su apóstol en el momento de la liturgia, que en el instante de consagrar el pan y el vino, y con él y en él, alzando los brazos munidos del cáliz y la hostia y también la mirada hacia la cúpula, el halo de luz fue apenas interrumpido por la sombra de lo que pareció el vuelo de un pájaro que albergó esperanzas, al principio, de la materialización del Espíritu Santo, pero que luego el todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos trajo la mirada sorprendida y la boca muda y abierta del sacerdote justo cuando un guano siguió la carrera impuesta por la gravedad para estrellarse en la frente levantada del celebrante y Honorio jura que en lugar de amén vio cómo de la boca del padre salió flor de puteada solapada por el coro sostenido de los feligreses cantando amén y de allí en más sólo recuerda esas palpitaciones, ese querer huir de la cúpula a través del paisaje de las calles esquivando las copas de los árboles y quién sabe cómo, con esa especie de angustia que, para tranquilidad de Honorio, se distrajo cuando la empleada gritó “¡cincuenta y cuatro! y su mano se estiró para entregar el papel del número, enfrentando la cara de la señorita con la cabeza cubierta por un pañuelo blanco que lo escuchaba atenta y con los ojos exageradamente abiertos para no olvidar nada del pedido de medio kilo de tallarines al huevo, un pote de cuarto kilo de tuco casero y una bolsita de queso rallado, chiquita, de veinticinco gramos, por el colesterol, ya sabe.

Nuevas esperanzas

Author: Javier F. Noya /

Ruge la ira incomprendida
que nos hace mudos.

El silencio transeúnte
repica en la calle
que ignora sus pasos.

Mutismo roedor
que carcome razones
y premedita huidas
hacia el foco del dolor.

¿Quién aliviará estos desmanes
vestidos de progreso?
¿Quién podrá desgarrar
el cuello de la ironía?

El curso de la ciudad
sigue su cauce
y las nieblas de la impotencia
nos invade por la nariz...

En la penumbra
se suavizan los rasgos
que dibujan el oprobio;
se oculta lo descalzo
bajo el manto de su suciedad,
lo hambriento se calza la dádiva
y la dignidad repta siniestra
hacia la glamorosa luz del barrio
de los guardianes del sarcasmo.

Espero, no obstante, a la noche,
donde quizá el grito se haga palabra
y un oído encadene los sonidos de la queja:
un dique que altere las corrientes,
un ave que se alimente de miserias,
un territorio donde se siembre la vida,
donde se atente con flores
y se disparen manjares,
donde se manifieste con orgasmos
y se gobierne con el “todos”,
donde el amor sea blasón
y la paz perpetua como el aire,
donde se coticen las acciones
que sacien las carencias
y se elimine la espera
permanente y siniestra
de un paraíso merecido
por haber sido
esclavo por las buenas.