Estados suspendidos (disculpen las ausencias ocasionadas por este secuestro)

Author: Javier F. Noya /

Me secuestra la fiebre

y confinándome a la cama

cocina mi conciencia:

fuego lento de brasa perversa

y salazón de sudor inevitable,

la sintaxis arde y se derrama:

las sábanas, a su paso,

van perdiendo su lascivia.


Este espacio de dolor

ha vencido todos los pudores

que definen al volumen.


Nos ha dejado suspendidos en nada

(no hay tiempo

ni día

ni noche

ni escena

ni ingesta

ni sonidos)

y fuera, fuera queda

(el FUERA-DESEO

FUERA-FUERZA-ROGACIÓN

FUERA-EMPUJE)

la alquimia de la poesía,

la semántica curativa,

bálsamo quijotesco eficaz

que nos fugue

de esta gesta microscópica

de universo

intentando conservarse

y nos traiga de regreso,

sí,

(SÍ-CONVICCIÓN

SÍ-DESESPERADA-CREENCIA)

a todos los yo,

con sus comas

y sus deseos,

sin cicatrices,

si es posible.

Vasos comunicantes (parte II)

Author: Javier F. Noya /

(Recomendable leer la primer parte)

La enfermera terminó su labor, desató la toalla, la reposó sobre su antebrazo y mientras languidecía la luz de la tarde se despidió de don Jaime, regresando por el camino que saboreaba con las puntas de los zapatos desplazando ese crujiente mar ocre. Se acercaba el momento de dejar la bandeja con las pocas pelusas del pelo de don Jaime en la zona de limpieza, terminar de asear a doña Rita y cargar los remedios con los que podría soportar la espera de volver al geriátrico la próxima mañana, retornar para calzarse el delantal y ser la enfermera, la que corta el pelo, limpia y susurra cosas tiernas; ser Nora, el nombre bordado en el delantal que la cubría mientras iba de un lado al otro saludando y siendo saludada, recibiendo órdenes y repartiendo su obediencia en cada tarea que desplegaba diariamente antes de llegar al Hotel Key, familiar, de tres pisos por escalera y siete piezas por piso, donde cada habitante se encerraba al anochecer mirando suspicazmente alrededor antes de abrir la puerta, en previsión de que alguna necesidad, maldad o simple diversión de alguno de sus vecinos le inflingiera algún daño. En el hotel no era Nora, sino sólo una pensionista de la habitación del segundo piso, al frente, donde las cuatro paredes la tragaban y la dejaban dentro, un secuestro disimulado con el encendido de un televisor donde se sucedían los noticieros, lo que exhibían grotescamente las estrellas de la farándula o lo que alguna película desgranaba de una trama intrascendente. Lo importante era ese estridente rumos que la mecía como un arrullo maternal hasta que las pastillas hacían efecto y la suspendían, esperando el próximo tronar del despertador para volver a ser Nora.
Entró a la habitación de Rita con la esponja húmeda y el pañal descartable. La anciana estaba en la misma posición que ayer, que antesdeayer y que hace dos semanas. Ya no le contaba lo bien que lo había pasado la noche anterior en su fiesta de quince años, con su vestido de organza blanca y falda amplísima girando como un halo de felicidad mientras bailaba el vals, que la protegería de cualquier contingencia durante toda su vida, lo rico que estaban los canapés y el champán que probó en ese momento por primera vez y las cosquillas que las burbujitas le hicieron en la nariz, lo esbelta que se sentía con esos zapatos de taco alto, porque ya podría usar tacos de mujer, lo feliz que se sentían todos bailando y comiendo cosas tan ricas, lo lindos que estaban mamá y papá y su hermano menor, siempre tan travieso, corriendo a través de las mesas; Nora sabía que el silencio actual le estaba pidiendo volver a la fiesta, que Rita hecha un ovillo, apoyada de costado, silenciosa, mirando a la pared de enfrente, añoraba esa fiesta más que a nada que hubiera vivido y que sería bueno para todas, especialmente para su hija que venía todas las tardes a sentarse en la silla apostada a los pies de la cama, acunando la cartera en las piernas y perdiéndose en el resplandor que se traslucía por la ventana de vidrios opacos hasta que de cada ojo le brotaba una lágrima que se escurría por sus mejillas; ése era el momento de sacar un pañuelo de papel, secárselas y retirarse tan en silencio como había llegado. Rita le pedía ahora, hecha un ovillo, tiesa, que la transformara en la crisálida que luego sería esa joven que viviera siempre en su fiesta de quince, que sólo ella podría ser su hada madrina pues la cuidaba, la mimaba, era muy suave limpiándola y siempre venía vestida de blanco como las hadas madrinas de los cuentos que hacían con su magia buena aquellos milagros increíbles que salvaban a los príncipes y princesas de todo peligro. Nora-hada, Nora-reina de los sueños, Nora sin varita pero con tres pastillas en la mano, preguntándole a Rita si ése era su deseo puesto que concedido no había forma de volver atrás. Nora-magnánima concediéndolo al no recibir respuesta y “el que calla otorga”, incorporando a Rita para poner los comprimidos en su boca y darle un poco de agua, acariciándola luego y preguntándole si se sentía bien, satisfecha, hasta que las luces de neón del parque comenzaron a distinguirse, anunciando que llegaba la hora de marcharse. Sintió su gratitud cuando Rita dejó de mirar la pared de enfrente, cerrando los ojos, y la satisfacción de poder decirle mañana a don Jaime lo bien que se había portado.