ARTAUD ME INSULTA
Artaud insulta mi poética,
se mofa de las metáforas y no persigue mis sueños,
sólo insulta y grita con voz rasposa
y asusta al niño que rompe el tiempo
y regresa pidiendo la condena a muerte de su escueto pasado,
tironeando de mis pantalones que se mean
frente a espectros que ya no reconozco,
mientras Bukowski escupe mis abstracciones
y ríe a carcajadas porque soy lamento frente al niño
que juega con un carrito con el que aplasta un libro de madrugada,
un niño educado en la siniestra escuela de la noche,
el futuro de mi asalto,
y los poetas se juntan para expulsarme
de su inspiración rancia bebida en las calles de la modernidad,
rancia de petróleo que envaselina nuestros culos
para aflojar la mierda que se resiste
a dejarse violar por la necesidad,
que prefiere la intoxicación de quedarse adentro de su propio creador,
un acólito discriminado por su fetidez,
un ángel que será obviado
como todos los sustratos de mierda
que fluyen bajo los actos más pueriles
(pagar, cobrar, vender, comprar, sí, todo lo posible)
sin que nadie abjure de tal herejía,
como si todo fuera una misión furtiva y silenciosamente intestinal,
como esta parodia de estar justificada en la medalla al honor,
en la muerte celebrada de un enemigo
que estalla descuartizado por la ingeniosa mina
cuyo estruendo anticipa vivas
y convida con píldoras para el olvido,
invita a museos de horror
y festeja con fechas definidas las masacres rutinarias
que despejan nuestro propio morbo,
para volver a alejarnos de ellos hasta nuevo aviso
y también de nuestras metáforas pusilánimes
que pretenden ser
mientras se ríen y ríen los poetas
y cuando la carcajada se los permite
siguen escupiendo y cagando en cada monumento,
cada multitud, cada día patrio
de cada frontera demarcada con la convicción
de los suicidas vestidos de sacrificio,
los corderos que se asan para ser devorados
por las fauces de los cobardes sin escrúpulos,
que luego regalan por televisión la felicidad y el sueño
mientras se mantiene encendida hasta la mañana siguiente
conteniendo todo lo de ayer, casi un no hoy,
una nada remozada por ciclos de prosperidad ajena
y humaredas de pipas de la paz efímeras,
épocas en las que se evocan héroes
que despedazan al que no conocen
y simulan sufrir,
al malo villano que muere malo sin rasguñar al bueno,
tiempo que invita a imitar al niño
que con su carrito desperdiciado y cargado de cartones
aplasta el libro,
regresa, lo vuelve a aplastar,
cada vez con mayor saña,
hasta que sus hojas se disgreguen por la vereda desierta
que en esta madrugada acoge sólo mi vaivén
y el de mis amigos ya hartos de elevar la voz y los brazos,
que sólo buscan dejarse llevar por aguardientes y fantasías sin cumplir,
abrazados en la hermandad cuya regla no reconoce norma
y cuyo fin se agota con la penúltima gota que sorbemos,
porque no hay última mal que nos pese,
no habrá última hasta que el libro
se haga pasta con la humedad
que cae sobre la acera y las ruedas del carrito,
y sus letras ya no sean más que líneas negras de un papel pastoso
que recogerá el niño cartonero porque ahora sí servirá,
ahora será él mismo la parte que falta
del cuadro compulsivo del sobrevivir.