(Probable epílogo angustiante por lo que vendrá después, obvia y absolutamente ignorado)
Honorio se acomodaba los anteojos de grueso marco negro una y otra vez, inquieto porque su amigo insistió en acompañarlo hasta su casa, luego de haberse saludado y pasar revista a la compra. No era oportuno ya que, una vez que dejare las cosas que Ema le había pedido que comprase a último momento (una crema para manos, su champú, guantes de látex para proteger las manos), se abría un intervalo habitual en su lucidez del que acostumbraba regresar con las energías renovadas, algún sabor a lombriz en el paladar y el cuerpo caliente, rebelado de los cuidados de abrigo con los que Ema lo sermoneaba cada noche. Pero no tuvo más alternativa que la de cargar las bolsas de plástico y caminar junto a su amigo las dos cuadras de trayecto desde el autoservicio del barrio hasta la entrada a su edificio. Cuando Honorio apuraba la despedida merced a la puerta de entrada, de riguroso y transparente blindex, abierta por la salida de un vecino, su amigo recordó gracias a una ruidosa palmada en la frente que necesitaba la amoladora porque debía cortar con urgencia unas cerámicas para remplazar otras que se habían despegado del baño, que con esta humedad y los materiales que ahora vienen tan malos era un problema habitual, no como antes que se pegaban para siempre y sólo podían sacarlos a puro mazazo y cincel. Honorio no tuvo más remedio que dejarlo entrar y elucubrar razones de peso para que Ema no se molestara por la intempestiva entrada de su amigo, pues seguro se ofuscaba, imaginando que lo traía a cenar sin aviso y que la comida no alcanzaría y cómo se le ocurría traer a alguien sin avisar y no había disculpa que valiese, convirtiendo al noticiero de las ocho, visto como ritual de sobremesa durante treinta años en el mismo canal y con la misma pareja conductora que terminó siendo matrimonio después de tanto tiempo de trabajo juntos, sería un rumor de fondo para los sonidos estrepitosos de los cacharros que servirían de base rítmica a la quejosa y estruendosa melodía de la queja de Ema, pero no fue así. Abrió la puerta del departamento bajo la mirada compasiva de su amigo, que tomó las bolsas que llevaba Honorio para que pudiera manipular el manojo de llaves; ingresaron, primero el dueño de casa presto a apaciguar el posible ánimo alterado de Ema, que estaba en la cocina como había previsto, cocinando como en todos los atardeceres de invierno. Se dio vuelta y le hizo señas a su amigo para que llevara las bolsas al baño, pero éste no hizo caso. Meneando la cabeza se quedó allí, estático con las bolsas colgando de sus brazos, en el medio de la sala, mirando fijo a los ojos de Honorio. “Mirá bien”, le dijo señalando con la cabeza la cocina, gesto que Honorio no entendió pues en la cocina estaba Ema cocinando y qué otra cosa quería que viera, si Ema, allí con su falda tableada, allí yendo de un lado de la mesada a otro (no se oía nada; ni el tronar del metal, ni el repiqueteo del cuchillo picando en la tabla, ni la caída del agua en la pileta de lavar), allí grisácea como en la foto de su mesita de luz y con los labios carmín, bien resaltados, y su pelo recogido, preparaba la cena, allí donde a través de su vestido podía verse el color de los azulejos, alli Ema, allí debía estar Ema;, pero su amigo insistiendo en que mirara bien, y mirar era no verla, y no poder saber cómo era no verla, cómo estaba allí una especie de figura vaporosa con la falda a tablas que Ema tenía puesta el día que salieron juntos por primera vez, pero ahora gris como la foto, como ella pero que era vapor y parecía que no estaba y pidiendo con la voz entrecortada la comprensión de que Ema estaba allí, hasta que su amigo, compasivo, como si quisiera palmearlo en el hombro, o abrazarlo, si no fuera porque todavía pendían de sus manos las bolsas, para contener toda la perplejidad que sobrevino a sus palabras, dejaba que una exhalación profunda susurrara la frase indefectible: “hace dos años que se murió, Honorio ”. Entonces trató de retomar el hilo de la historia que hilvanaba a las cosas para que fueran lo que eran, haciendo que el presente se forjara desde esos vellones verdes que comenzaron a crecerle a Honorio mientras el cura daba el responso frente a la tumba abierta de Ema, una gran boca de tierra que engullía hasta la luz y que digería la impotencia de una súbita desaparición de su amada de toda la vida, la misma que ahora se iba desvaneciendo delante de él aun cuando irrumpió a la cocina para negar lo que decía su amigo, para demostrar que era posible ser gris y tangible, que allí estaba, que venía del dormitorio, al que fue corriendo para corroborar que sólo su lado de la cama tenía sábanas, sólo su mesita de luz tenía un velador y la foto de Ema, que el lado de Ema sólo tenía telarañas y polvo que cubría pilas de tarros de crema, champúes, jabones y perfumes, que mientras echaban tierra en la fosa prefería ver los pájaros, tan apacibles, tan único deseo de darle sentido a la vida como el vuelo de las aves, mecidas por los vientos y migrando hacia el ciclo continuo de la vida, y él allí, con su amigo que había dejado caer las bolsas y le tomaba un hombro, detrás de él, llevándolo despacio hacia el pequeño patio, señalándole que ya era el momento, ayudándolo a sacarse el sobretodo, el sweter, la camisa, los pantalones, los zapatos, las medias, los también inútiles calzoncillos, lentamente como corresponde a las despedidas inevitablemente dolorosas pero necesarias, sin lágrimas que no resultaba necesario verter porque ya se había demorado demasiado lo que habría de ocurrir, hasta que se desplegaron las alas y un chirrido acompañó la elevación del pájaro de plumas verdes y azules, que pasó velozmente al costado del edificio asustando con sus graznidos a algunas vecinas que se asomaron a la ventana e increparon al señor del patio que batía los brazos y gritaba de alegría e indiferente a los comentarios de que seguro que eso es lo que había espantado a ese hermoso pájaro, pobrecito, qué barbaridad, cómo tratan algunos a los animales, con qué cosas se divierten algunos, aullando y batiendo los brazos y moviendo el rabo que, de la alegría, se había desplegado hasta romper la costura del pantalón..