El arte de matar exige, primero, elegir la herramienta. En ese trance, todo artefacto es útil, inclusive la palabra. Y pienso en palabra porque pistola, bomba, cuchillo, faca, limpiavidrios, martillo, hacha, tenaza, cicuta, lavandina, toallón, sábana, cianuro, vibrador, lubricante, automóvil, tren, bate, semillas de manzana, garrote, filo serrucho del tramontina, bombachita o portaligas, son sólo un ejemplo del universo de armas letales, que presumo infinito.
Abundan los ejemplos de palabras que sirven a la noble tarea de aniquilar a la víctima elegida ; pero esputar cornudo en la narices de un engañado cardíaco, o despedido, suelen ser letales al instante, y ni hablar de una de las palabras más homicidas que habita el diccionario: fea.
Puestos a la tarea de matar, hay que matar bien o morir en el intento; por eso toda muerte lleva a la propia, pone en riesgo la delgada cornisa de la tranquilidad y nos permite sentir de cerca lo que nos pasará algún día. Quizá éste sea ese día y aquí, tan atentos escuchando y parloteando, brindando y acomodando la lengua que intenta escaparse con su culo escaldado por el ardor etílico que sube del estómago, sea el último momento en que hablaremos de la muerte, o de matar. Por eso hay que matar apurado, no vaya a ser que nos quedemos con las ganas.
En tren de matar, esta noche me subo a los carriles de elegir una víctima por vez, por pura pereza y para hacerlo bien. Recorro los vagones del rencor y elijo con lascivia a la impotencia. ¡Voy a matar a la cándida impotencia que ocupa nuestro territorio más fértil con el sigilo de una víbora y la eficacia de un sable samurai! Esa maldita, que a veces ataca en la intimidad y se apodera de nuestros atributos más queridos, es una conquistadora implacable, macabra, posesiva como pocas y pérfida como no hay dos. Matar a la impotencia estrangulando al rollo de números, matar a la impotencia con una balacera cuando se esconde bajo mostradores, matar a la impotencia con un matasellos cuando se parapeta detrás de las ventanillas, matarla con un taco aguja cuando empuja hacia delante el fiel de la balanza, comerle la lengua cuando nos dice “qué querés que haga”, desangrarla cuando nos da la razón y nos manda de vuelta, hundirle el estómago de cien cuchilladas cuando nos posterga el último tren, hacerla volar por el aire cuando nos pide disculpas por las molestias ocasionadas, desollarla con una trincheta cuando nos pega el auricular a la oreja por horas, abrirle la tapa de los sesos con un martillo cuando se apodera del último turno, envenenarla con sildenafil cuando pretende ocupar la habitación, o empalarla cuando cancela la próxima cita, son algunas de las maneras con las que daría fin a esta obediente ciudadana de la República de Impedimenta, una logia macabra que intenta apoderarse del mundo imponiendo la dictadura del call center y la ignominia de la falta de un requisito. Eso sí, por supuesto, si puedo sacarla de la trinchera que cavó en mi entrepierna.
En tren de matar, esta noche me subo a los carriles de elegir una víctima por vez, por pura pereza y para hacerlo bien. Recorro los vagones del rencor y elijo con lascivia a la impotencia. ¡Voy a matar a la cándida impotencia que ocupa nuestro territorio más fértil con el sigilo de una víbora y la eficacia de un sable samurai! Esa maldita, que a veces ataca en la intimidad y se apodera de nuestros atributos más queridos, es una conquistadora implacable, macabra, posesiva como pocas y pérfida como no hay dos. Matar a la impotencia estrangulando al rollo de números, matar a la impotencia con una balacera cuando se esconde bajo mostradores, matar a la impotencia con un matasellos cuando se parapeta detrás de las ventanillas, matarla con un taco aguja cuando empuja hacia delante el fiel de la balanza, comerle la lengua cuando nos dice “qué querés que haga”, desangrarla cuando nos da la razón y nos manda de vuelta, hundirle el estómago de cien cuchilladas cuando nos posterga el último tren, hacerla volar por el aire cuando nos pide disculpas por las molestias ocasionadas, desollarla con una trincheta cuando nos pega el auricular a la oreja por horas, abrirle la tapa de los sesos con un martillo cuando se apodera del último turno, envenenarla con sildenafil cuando pretende ocupar la habitación, o empalarla cuando cancela la próxima cita, son algunas de las maneras con las que daría fin a esta obediente ciudadana de la República de Impedimenta, una logia macabra que intenta apoderarse del mundo imponiendo la dictadura del call center y la ignominia de la falta de un requisito. Eso sí, por supuesto, si puedo sacarla de la trinchera que cavó en mi entrepierna.