Mi escritura no corrige su rumbo; se rebela y se viste de orgullo con una clase de vanidad que sobrevive entre las espinas del acuerdo y el latir de un verso con estertores. Las palabras impregnan (marcan, corrompen, degradan) la blanca esperanza que esperaba la dispersión sobre sí de un canto amable y se consuela con alguna sinrazón que la sublime holgura de la compasión destile en oratorias y recursos para la bendición del silencio, paradojas del elogio a la nada o a lo ya dicho tantas veces que, justamente por ello,
no se escucha
no se lee
no se siente
no se muere
no se vive
no se pronuncia con el peso del canto convincente, sino se esparce sigiloso como el amor moribundo que repta por los zócalos del hogar, que prefiere los disimulos de la media sombra, el acopio en el rincón, que jamás se agrega en esta estepa helada que espera alguna tibieza de verso, un ardor de prosa, la frase piadosa que conmueva lo cohibido y ponga entre piernas, flujos y nudos de carne aquello que el frenesí exhibe en el aire y que el viento correrá hacia el olvido.
Pero ya dije que era rebelde y tozuda: forjada entre compresas de conveniencia y silencios impuestos con pérfida ternura, se revuelve sobre paquetes de cigarrillos negros, sobre páginas de libros presuntamente sacros y máximas del buen
decir
dictar
adjetivar
pronunciar
verbalizar
y dramatizar, leyes templadas en la paciencia de la historia que el hoy desconoce sin audacia, sembrando brutalmente nuevos inquisidores e inmolados por aquí y allá, mas siempre dentro de las mochilas portadas con esfuerzo pero siempre bien cerradas, nunca en el pecho, jamás en la garganta de emperador alguno y menos en la estepa blancuzca que suscribe la academia, que por sentarse en las mesas del privilegio se guarda las sobras entre sus sugerencias mientras aviva el fuego de las asaderas con esta siembra de intenciones en negro, un contraste de la apatía incolora que, puesto delante, sólo puede desesperar.
Será, así blanca, un reflejo, un final anunciado que se niega, un horizonte de arribo inexorable, una estepa que el deseo frondoso rechaza, y por ello mismo niega en letras y líneas, esperando el milagro de ser más allá de la primer lectura.
no se escucha
no se lee
no se siente
no se muere
no se vive
no se pronuncia con el peso del canto convincente, sino se esparce sigiloso como el amor moribundo que repta por los zócalos del hogar, que prefiere los disimulos de la media sombra, el acopio en el rincón, que jamás se agrega en esta estepa helada que espera alguna tibieza de verso, un ardor de prosa, la frase piadosa que conmueva lo cohibido y ponga entre piernas, flujos y nudos de carne aquello que el frenesí exhibe en el aire y que el viento correrá hacia el olvido.
Pero ya dije que era rebelde y tozuda: forjada entre compresas de conveniencia y silencios impuestos con pérfida ternura, se revuelve sobre paquetes de cigarrillos negros, sobre páginas de libros presuntamente sacros y máximas del buen
decir
dictar
adjetivar
pronunciar
verbalizar
y dramatizar, leyes templadas en la paciencia de la historia que el hoy desconoce sin audacia, sembrando brutalmente nuevos inquisidores e inmolados por aquí y allá, mas siempre dentro de las mochilas portadas con esfuerzo pero siempre bien cerradas, nunca en el pecho, jamás en la garganta de emperador alguno y menos en la estepa blancuzca que suscribe la academia, que por sentarse en las mesas del privilegio se guarda las sobras entre sus sugerencias mientras aviva el fuego de las asaderas con esta siembra de intenciones en negro, un contraste de la apatía incolora que, puesto delante, sólo puede desesperar.
Será, así blanca, un reflejo, un final anunciado que se niega, un horizonte de arribo inexorable, una estepa que el deseo frondoso rechaza, y por ello mismo niega en letras y líneas, esperando el milagro de ser más allá de la primer lectura.