Sabemos

Author: Javier F. Noya /

Sabemos.
Desplegamos resplandores
para ocultar lo oculto.

Porque sabemos.
Germinamos tránsitos, etapas,
escalones, partidas y llegadas
(contrastes, opuestos,
estirpes de universo trunco).
Guardamos la palabra irreversible
y el secreto de guardarla;
parece inexistencia,
excepción de la lista,
cuenta distraída.

Pero sabemos,
sentamos en un banco el dilema
y despejamos el viento que nos enfrenta
con bufas de sintaxis ya probadas.

Porque sabemos
presentamos la mutua despedida,
sin reverencias.
Quedan retazos de momentos secos,
fugas de olvido,
inventos que evitan vacíos de tiempo.
Lo sabemos.

Desde un pasado cargamos
temer ignorar
que se teme saber.
Y sabemos.
¿Cambiará eso
los brotes que dará el hoy?

Lo efímero,
por ser parcela de lo entero,
nos tiene por perennes.
No conoce
el pretexto dilatorio de último estertor,
no guarda
esperar lo que flamea en lo invisible.

Pero sabemos.
Postergando el tiempo de verbo
pretendemos impostura,
confundiendo el conjugar
dejamos esperanza
para el tiempo perfecto.

La balada del pibe eterno

Author: Javier F. Noya /

Mientras la tormenta adelanta la media luz del crepúsculo, mis intenciones se sientan en la mesa que reposa perenne contra el ventanal. Pido un café y el coñac me pide a mí. Sonrío acordándome de Julio, de sus modelos para armar y del libro que Manuel quizá haya leído, o al menos se haya enterado de esas meditaciones frente al café y el coñac que le dieron forma, en un irrelevante otro tiempo y lugar. En la barra reposa el pibe eterno; festeja sus treinta años desafiando el cilindro de traslúcido ámbar con un chorrito de soda. Para él, la base de grueso vidrio deforma la melancolía y hay que llegar hasta ahí. Caen las primeras gotas y el viento arremete con esporádicos empujones. Una mano rematada en cinco ruegos trata de protegerse de la lluvia y de la indiferencia bajo la marquesina del bar. Entra la mujer santa (mantener inmaculado su peinado lacio y caoba, con esta tormenta, es atributo de la santidad) protegida por su piloto púrpura y botas de otro color. El mozo le agrega espera a la lentitud y deja que la bandeja descanse a su lado. Alguien que mi interés descarta estaría sentado en otra mesa, más en el centro, dejándose seducir por el paso de la mujer santa y la somnolencia. Ella se sienta en la barra donde recala otro vaso de blanco, con un chorrito de soda, para el pibe eterno. Sus brazos se baten en el vacío de la incipiente penumbra: no puede saber aún cuál es su alcaloide preferido y pide un Spritz. Conversan sin dialogar. Él intenta que su silencio, en aparente interés, le devuelva el placer de sentirse erguido y triunfante. Ella espera que una carta del Tarot o una moneda puesta en una maquinita le alivie el destino. Otro café, pido yo. Otro Javier, pide el coñac. La lengua del pibe eterno olvida su lugar y se deja llevar por las olas de la borrachera. La mujer santa, mostrando como otro de sus atributos la compasión sublime, ríe y ríe siguiendo el vaivén. Otro Spritz llega cansino, apremiado por el aguacero. Ella ríe con más agudeza hasta parecer un chillido y toma un brazo del pibe eterno. Él arriesga el momento desplazando el vaso vaciado por cuarta vez para tomar los brazos de ella. La mujer santa, riendo, chillando, se deja olfatear de cerca.

Siempre pasa lo mismo cuando la humedad detiene su tránsito para reposar en esta ciudad. No sé por qué es una de sus preferidas. Impregna todo con su evanescencia, su continuo pasar, hasta que lo concreto también pretende olvidar su razón de ser, seducido por ese ánimo viajero. Y el piso de baldosas del bar es el primero en anotarse, quizá motivado, además, por nuestro permanente andar de paso por allí. Ni los truenos pudieron disimular el estampido de la banqueta contra el suelo, ni el ruido grave y profundo de la cabeza del pibe eterno chocando contra la cerámica. Siempre lo mismo: todos nos paramos, el mozo busca consuelos de hielo y la mujer santa disimula su compasión con muecas de asco. El pibe eterno espanta a la gravedad y se va por el camino más largo, siguiéndolo casi a ciegas entre las mesas. La lluvia lo olvida. La mujer santa, busca pastillas en su cartera, espera otro Spritz y se asusta con el silencio; le da la espalda al ventanal, a mí, a la confianza, a la esperanza. Otro café, otro Javier.

Mis deseos se quedan mirando por la ventana. Todavía esperan.